28 diciembre 2014

Enemigo mío (Una historia real)

Cinco meses. Pronto cumpliremos cinco meses atrincherados aquí como ratas. Peor que ratas. Los cadáveres se amontonan frente a las trincheras en pilas que alcanzan más de un metro de altura. En cada intento de avance chocamos con los nidos de ametralladoras y las alambradas de espino de los alemanes. Y los alemanes con las nuestras. Los fusiles, las armas automáticas y la artillería pesada elevan las bajas a cifras antes impensables.
La guerra, la maldita gran guerra se ha convertido en una despiadada contienda de desgaste en la que nos desangramos por igual en ambos bandos. Resistimos en condiciones deplorables e inhumanas. Las trincheras son tan angostas que apenas nos cubren ni dejan espacio para poder movernos. Caminamos agachados y con dificultad sobre un suelo embarrado por las inundaciones o duro y gélido por las continuas heladas. Nos hacinamos unos contra otros para poder soportar el frío y la humedad. Los piojos nos devoran. Las bombas, las balas, las alambradas, las infecciones y el hambre nos están minando.
Ante tanta demencia y monstruosidad, ante el despiadado salvajismo al que nos hemos lanzado unos contra otros, anoche muchos volvimos a creer en el ser humano. Sucedió algo verdaderamente asombroso. Lucía una luna resplandeciente y la noche se presentó tan gélida como las anteriores. Los combates y los bombardeos habían cesado. Reinaba una quietud inusual. Era la noche del veinticuatro de diciembre y los pensamientos escapaban de aquella cruda y atroz realidad recordando con nostalgia y en un sobrecogedor silencio nuestros lejanos hogares.
Uno de los soldados divisó extrañas luces que se encendían y apagaban en las trincheras alemanas, a no más de cincuenta metros de distancia. Se corrió la voz y todos acabamos observándolas y preguntándonos intrigados qué podría significar aquello. No fue hasta las doce de la noche cuando escuchamos a los alemanes cantar a lo lejos. Cantaban “Noche de paz”. Emocionados y aún atónitos, aplaudimos con entusiasmo cuando terminaron de cantar y, contagiados por el espíritu navideño de nuestros enemigos, respondimos uniéndonos también a los cánticos. Y así pasamos la noche. Cuando un bando terminaba de cantar un villancico, el otro aplaudía y vitoreaba.
Hoy, día de Navidad, los alemanes han tomado la iniciativa y, ondeando una bandera blanca en señal de paz, han abandonado su trinchera y se han dirigido a nuestro encuentro. Lo mismo hemos hecho nosotros. Las intenciones eran claras, juntarnos todos sin armas en tierra de nadie. Nos hemos estrechado las manos y juntos hemos recogido los cadáveres de ambos bandos que yacían entre trinchera y trinchera. Les hemos enterrado y celebrado un funeral conjunto por todos ellos.
Hemos confraternizado compartiendo historias y anécdotas. Incluso nos hemos hecho fotos y nos hemos mostrado las de nuestras novias, esposas e hijos. También hemos intercambiado algunas cosas. Los alemanes han compartido las raciones dobles recién recibidas de pan, salchichas, alcohol y tabaco y nosotros, a falta de víveres, les hemos ofrecido algunos de nuestros utensilios y herramientas. Y así es cómo hemos sabido que, gracias al Káiser alemán Guillermo II, al que se le ocurrió mandar abetos y luces de navidad para levantar la moral de su ejército, hemos disfrutado en el frente de una breve tregua en la navidad de mil novecientos catorce. Una tregua de navidad que no impedirá que, como enemigos que dicen que somos, mañana sigamos matándonos como alimañas.


23 diciembre 2014

Progresa adecuadamente

Los debo haber conservado en algún lugar recóndito de mi cerebro. Ahora los recuerdos surgen espontáneos y nítidos. Puedo percibir, incluso, ese tufillo a viejo y rancio mezclado con el característico olor azucarado que tanto me cautivaba de aquel lugar.
No era una tienda al uso. Se trataba de una pequeña casa adosada construida como vivienda social después de la guerra y que, junto a las demás, formaba una larga hilera paralela al río.
Frente a ella estaba mi colegio. Cuántas veces le había pedido permiso a Doña Vicenta para salir del colegio y poder ir a comprar chucherías. Doña Vicenta supervisaba el comedor y vigilaba a las alumnas que se quedaban a almorzar. Era una mujer mayor, posiblemente rondase los sesenta o sesenta y cinco años, espigada y muy delgada. Esquelética. Su pelo, completamente blanco, lo peinaba recogido en un elegante moño alto. Mientras formábamos en fila, tocaba las palmas para que nos mantuviésemos en orden y en silencio. Recuerdo sus larguísimas uñas con forma de garra siempre pulcramente pintadas.
No era difícil engatusarla. Lo primero que obteníamos de ella era un no pero, enseguida, nos guiñaba un ojo y nos decía que solo teníamos un par de minutos. Entonces corríamos atropelladamente hasta la casa. La casa de la pipera.
La pipera nunca tuvo nombre. Era una anciana enjuta vestida enteramente de negro. Vendía toda clase de golosinas y también, unos resecos cigarrillos mentolados sueltos que nos fumábamos a escondidas en la ribera del río.
La decisión de derribar todas aquellas casas bajas no era mía. Mía era la obligación de ejecutarla y para eso me encontraba allí. Los recuerdos, por muy entrañables, no podían detener el progreso. Un progreso que se traduce en millones de euros a repartir una vez construidos los nuevos bloques de viviendas. Muchos progresaremos.

15 diciembre 2014

Luz crepuscular

Sus ojos vidriosos se posaban sobre cada uno de los detalles existentes en aquel recinto desconocido. Todo era irreconocible para ella y estaba asustada. Su hijo y su nuera le explicaban con inusitado entusiasmo las muchas maravillas de aquel lugar. Intentó seguir sus explicaciones hasta que dejó de oírles. Solo veía cómo movían sus bocas como muñecos. No tardaron en marcharse dejándola allí, con una mirada suplicante en el rostro y una sensación de soledad aterradora.
Domingo se fijó en ella nada más verla en recepción. Después de la merienda le gustaba darse un paseito por el jardín. Estaba cuidado con esmero y era espacioso, aunque tenían prohibido el acceso a algunas zonas.
Conocía muy bien la desesperación que debía estar sufriendo aquella mujer de bellos pero afligidos ojos. Quiso tranquilizarla haciendo una inclinación de cabeza como si se quitara el sombrero a modo de saludo pero ella desvió bruscamente su mirada hacia otro lado. Los primeros días serían los peores, después llegaría a considerar todo aquello como su hogar. Como les había sucedido a todos.
Adela tardó en integrarse. Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación sin otro esparcimiento que mirar por la ventana. Consiguió enfadar a los médicos ante su confinamiento y su negativa a participar en las actividades programadas.
Un cartel obró el milagro. Anunciaban, un año más, el concurso de bailes de salón. Adela adoraba el baile. Ante la sorpresa generalizada, se inscribió abandonando al fin su aislamiento. Domingo hacía décadas que no bailaba pero igualmente se apuntó y no paró hasta que consiguió que le asignaran a Adela como compañera.
Ese año no pudo ser pero, sí ganaron otros. Adela y Domingo, además de pareja de baile, se convirtieron en una feliz pareja de enamorados, colmando así de luz su ya crepuscular existencia.


08 diciembre 2014

¡Sorpresa!

Ed llevaba varios meses viviendo en Chicago por trabajo. Quería a Jeremy y la distancia le había empujado con mayor decisión a querer formalizar su relación. Ya habían hablado de boda pero sin ponerse de acuerdo. Jeremy quería celebrarla en Las Vegas y él, en Chicago. La sorpresa de Jeremy iba a ser grandiosa cuando se presentase en Nueva Orleans con dos billetes de avión destino a Las Vegas.
El albornoz beige fue lo primero que vio Ed nada más llegar. Tirado sobre el suelo, parecía un animal atropellado en medio del pasillo. Jeremy era un encanto pero, también, un auténtico desastre. El apartamento estaba desordenado. Desordenado y vacío. Durante seis horas estuvo esperando a Jeremy en vano. Su teléfono estaba abandonado sobre el lavabo y nadie sabía nada de él. Se lo había tragado la tierra. Con un ataque de ansiedad, Ed se presentó en comisaría.
Hasta pasadas cuarenta y ocho horas no darían curso a la denuncia por desaparición. Ed no entendía esa inoperancia y totalmente alterado increpó a la policía. Hasta ese momento, nunca antes había pasado una noche en el calabozo.
Jeremy acababa de salir de la ducha cuando sonó su teléfono. Llevaba días esperando esa llamada. Por fin accedían a venderle el antiguo surtidor de gasolina que Ed tanto deseaba. Sin pensárselo dos veces, alquiló una furgoneta y, a toda prisa, dejó Nueva Orleans por la Interestatal 55 rumbo a San Luis.
Tras pasar la noche en San Luis y, con el surtidor cargado en la furgoneta, Jeremy siguió por la 55 dirección a Chicago. A través de Internet había hecho todos los preparativos para la boda. Le pediría matrimonio y se casarían en Chicago como quería Ed. Estaba deseando llegar para ver su cara. La sorpresa de Ed al verle iba a ser grandiosa.


01 diciembre 2014

La breve transformación del doctor Tena

Andrés Tena Pulido, el doctor Tena, trabajaba en el hospital desde hacía más de ocho años. Fue el primer miembro de su familia que pudo obtener un título universitario. Tras el bachillerato, a pesar de ser muy buen estudiante, su padre ya le tenía preparado un puesto de trabajo junto a él en los astilleros. No se podían permitir que el chico estudiara.
Pero Andrés, a falta de recursos y oportunidades, contaba con algo mucho más importante, su vocación por la medicina. Y esa vocación le empujó y dirigió sus pasos hacia la facultad. Trabajaba media jornada descargando camiones y el resto de su tiempo lo dedicaba al estudio. Repartiéndolo entre la facultad y la biblioteca donde tenía acceso gratuito a los libros.  Salir y conocer chicas, ni lo contemplaba. Todo ese esfuerzo tuvo su merecida recompensa.
El doctor Tena tenía fama de excéntrico. Arisco, impuntual y caótico, siempre desorganizaba el guion o plan de cuidados preparado por enfermería para los pacientes. Hasta que un día, de repente, todo cambió. Cada mañana aparecía antes de su hora, dicharachero y oliendo a perfume. Pasó a ser la comidilla de la planta. Todos sospechaban que Tena se había enamorado e intentaron tantearle para averiguar de quién, sin obtener ningún éxito.
Desde hacía días guardaba en el bolsillo de su bata blanca unos pendientes de filigrana en oro que había comprado en la mejor joyería de la ciudad. Pensaba regalárselos a la mujer que le había robado el corazón. No se atrevió y, la atractiva hija del paciente de la cuatrocientos veinticuatro, lo único que llegó a recibir de manos del doctor Tena fue el informe de alta de su padre.
A la mañana siguiente no hubo puntualidad, ni locuacidad, ni varoniles perfumes. Tras tres semanas, el caos volvió a la cuarta planta.



24 noviembre 2014

Velando entre sombras y silencios

Ni un día tan desapacible como aquel le haría renunciar. Había amanecido con una espesa niebla que a esa hora de la tarde aún persistía. Sentado en el banco solitario de siempre, esperaba. Sobre los globos traslúcidos de las farolas, ya encendidas, se acumulaban millares de gotas diminutas que proporcionaban a la vaporosa y mortecina luz un efecto mágico, casi irreal. La humedad que portaba aquella atmósfera algodonosa empapaba sus ropas pero no su férreo e implacable ánimo. Encendió un cigarrillo sin desviar la mirada de la puerta cerrada. El humo evanescente del tabaco se encaramaba hacia el cielo fusionándose con la fría niebla. Ya casi era la hora.
Como cada tarde desde hacía meses, un Ford Mondeo rojo aparcó frente al edificio. De él descendió el hombre que le había robado todo lo que, hasta no hacía mucho, había sido suyo. Su mujer, su casa, su vida entera ahora le pertenecían a él. Desearía gritarle que gustosamente se lo entregaba todo. Todo, menos a ella.
El griterío le pone alerta. No tardará en verla. Aquel extraño disimula y finge que no le ve pero, como cada tarde, procurará dilatar la entrada de ella en el coche para permitirle contemplarla un poco más. Le maldice pero le está agradecido por ello. Cogida de su mano, su hija aparece riendo feliz. Camina a saltitos mientras canta alguna nueva canción que le han enseñado en el cole.
Cuando el Mondeo rojo desaparece entre la niebla, alza su mano en señal de despedida y llora. Llora de alegría y de amargura. Hoy la ha vuelto a ver. A unos metros y unos breves segundos pero, hoy la ha vuelto a ver. Mañana revivirá nuevamente la misma esperanza y, tras ella, un día más, la pérdida y la punzada desgarradora de una nueva despedida.


17 noviembre 2014

Varios albariños, un pianista y un ascensor

—¿Nunca te hemos hablado de nuestro vecino el pianista? —me pregunta Fernando con los ojos muy abiertos. —Imperdonable —dice mientras llena mi vaso de albariño.
—Estudió químicas, pero decidió consagrar su vida a la música —me explica—. Lo reseñable de nuestro vecino no es lo virtuoso que es al piano, sino los recitales de orquesta y coros con los que nos ameniza cuando tiene compañía. Los gritos de sus amantes y el estruendo de los muebles al golpear con suelo y paredes son memorables.
Me cuenta que, de un tiempo a esta parte, ya no se oyen gritos ni golpes, que el pianista del tercero centro debe estar en horas bajas.
—Hace unos días vinieron unas amigas a casa —comenta ahora Mar llenando nuevamente mi vaso—. Nadine, parisina ella, llegó despotricando del ascensor. —¡Esto es hogogoso, este ascensoj es un hogoj! —repetía exasperada. —Al día siguiente, el pianista me preguntó si las chicas que subieron con él eran amigas mías. —¿Te refieres a Carol, una chica que es de Murcia? —le solté sin pensar y sin sospechar que su interés se centraba más en la bella y airada gala. — No, creo que de Murcia no eran —me contestó visiblemente desalentado.
Entre un ataque de risa incontrolable ante la candidez de mi amiga y, una nueva ronda del delicioso caldo, les recrimino, medio en broma, medio en serio, haberme mantenido oculto a su portentoso vecino ¡Con lo que me gusta gritar! A partir de ahora, convenimos, cada vez que fuera a visitarles utilizaría el ascensor.
Horas después, pasadas ya las brumas del alcohol gallego, decidí seguir subiendo y bajando por las escaleras. No por evitar el encuentro fortuito con un hipotético amante en horas bajas, sino porque el ascensor de la casa de mis amigos es un auténtico hogoj.


10 noviembre 2014

Entre brumas

—¡Buenos días! ¿Ya estás levantado? Vamos a ver, ¿cuántas veces te he dicho que en cuanto salgas de la cama te pongas la bata? No faltaba más que te cojas una pulmonía. Mira, ¿ves?, aquí la tienes bien cerquita, encima de la butaca. ¿Te la pondrás?
—Sí.
—Muy bien. Otra cosa. Cuando necesites ir al baño por la noche, no hace falta que me llames. Sabes que todas las noches te dejo enchufado el pilotito de la luz para que puedas ver. Si quieres hacer pis, te levantas, te pones la bata y te vas solito al baño, ¿lo harás?
—Sí.
—¿Se te pasó el dolor de estómago?
—Sí.
—¿Y no será que como había coliflor para cenar te buscaste una excusa para no tener que comerla? Me da a mí que tú tienes más cuento que Calleja. Ale, pues ya estás lavado y peinado. Ahora a vestirse. Si te pones la camisa y los pantalones yo te los abrocho, ¿quieres? Los calcetines y los zapatos te los pones tú que sabes hacerlo muy bien. ¿Ves qué bien? Ya solo queda la bufanda y el abrigo. Así, bien cerradito para que no se cuele el fresco. Sé que no te gusta ponerte los guantes pero como hoy hace mucho frío te los meto en los bolsillos del abrigo por si te hacen falta. ¿Te acordarás que están ahí si tienes frío?
—Sí.
—Fantástico. ¿Has oído el timbre? ¡Vamos, corre, que ya está aquí el autobús!
—Buenos días, señora. ¡Buenos días, Rafael! ¿Preparado?
—Sí.
—Buenos días, como siempre ustedes tan puntuales. Bueno, pues ya hasta la tarde. Pásalo bien en el centro. Adiós, papá, te quiero.

04 noviembre 2014

El diablo sobre ruedas

Estábamos ilusionados y excitados. Poder pasar la primera noche los dos juntos y solos se iba a convertir en la mayor aventura de nuestras vidas. Ya habíamos hecho ese viaje a la sierra en más ocasiones pero, antes de las once de la noche, ya estábamos de vuelta en casa.
Esta vez no valdrían mentirijillas como que pasaría la tarde estudiando o que asistiría a la triple sesión del Covacha para ver, por enésima vez, el Muro de Pink Floyd. Pablo no tenía problemas pero, yo, a mis quince años y siendo chica, debía planear mis mentiras con mucho cuidado e imaginación.
El autobús nos dejó en la plaza del pueblo. Procurando que no nos vieran y sin hacer ruido, entramos en el pequeño chalet adosado de los padres de Pablo utilizando la copia de las llaves que habíamos hecho hace meses en secreto. Una vez dentro, no tardamos en dar rienda suelta a nuestro incombustible deseo. Los besos, las caricias y las risas eran todo uno. Acariciar y explorar nuestros cuerpos nos elevaba al cielo.
Cuando anocheció, nos hicimos unos sándwiches, nos sentamos en el sofá y encendimos la televisión. Desde la pequeña pantalla, completamente en negro, se escuchaban unos pasos y el arranque de un motor. Segundos después, aparecía la puerta exterior de un garaje como si la imagen la estuviese tomando el coche que salía de él.
Ya era muy tarde cuando El diablo sobre ruedas terminó. La película nos dejó impactados. La oscuridad y el silencio en el que estábamos inmersos tampoco ayudaron en nada. Lo que prometía ser una noche mágica, en la que ambos perderíamos nuestra virginidad, se convirtió en un hondo deseo de estar a salvo en nuestras casas de la ciudad. Abrazados, sin apenas movernos ni respirar, pasamos la noche en vela. Solo con las primeras luces del nuevo día conseguimos quedarnos dormidos. Cuando despertamos, todos los fantasmas imaginarios que nos arruinaron la noche desaparecieron, volviendo a nuestros juegos y risas.
A las siete de la tarde salía el último autobús de vuelta pero decidimos regresar en el de las seis. Ya nos quedamos en tierra en una ocasión al no quedar plazas libres. Comprobamos que todo estaba como nos lo habíamos encontrado y, dejando el adosado atrás, nos dirigimos hacia la parada del bus.
Llevábamos un rato esperando cuando un coche rojo se paró junto a nosotros. Un hombre de mediana edad bajó la ventanilla y nos ofreció llevarnos hasta la ciudad. Aceptamos encantados. Nos ahorrábamos los billetes del autobús.
No habíamos recorrido ni cinco kilómetros cuando, al tomar una curva cerrada, casi nos salimos de la carretera. El chirrido de las ruedas nos encogió el corazón. Nuestras miradas se buscaron llenas de terror e, instintivamente, nos cogimos de las manos apretándolas con tanta fuerza que sentimos dolor. El conductor no paraba de reír. Busqué su rostro a través del reflejo del espejo retrovisor. No era el mismo que se asomó a la ventanilla invitándonos a subir.  Ese nuevo rostro era terrorífico. Diabólico. No tuve tiempo de chillar. De frente, a escasos metros, se materializó un coche que se dirigía hacia nosotros a toda velocidad. Casi pude experimentar el mortal impacto. Milagrosamente, nuestro piloto consiguió esquivarlo girando bruscamente a la derecha. Intentó que las ruedas permanecieran dentro de la calzada evitando que cayeran a un pequeño desnivel pero no lo consiguió, lo que provocó que saliéramos despedidos dando aparatosas vueltas de campana.
En el primer giro, Pablo y el conductor salieron expulsados por las ventanillas. Yo me quedé en el interior vapuleada por las incesantes vueltas del vehículo hasta que paró al fin, quedando con las ruedas boca arriba. Salí aturdida pero sin un rasguño. Había mucho polvo y gente gritando por todas partes. No fui consciente de lo que ocurría hasta que vi cómo trasladaban a Pablo en una camilla hasta una ambulancia. Mis ojos se centraron horrorizados en el conductor. Había salido disparado a tal velocidad hacia un camino que el rozamiento con la tierra le desfiguró por completo el rostro. Al verle, no pude reprimir una náusea.
Cuando en el hospital comprobaron que no presentaba ninguna lesión, me dieron la noticia. Los demás ocupantes del coche habían fallecido. Me dijeron que llamara a mis padres para que vinieran a recogerme mientras preparaban la ropa y pertenencias de mi novio para que me las llevase. Con la mente llena de sombras llamé a casa desde una cabina. Nadie contestó. El mismo resultado obtuve al llamar a casa de Pablo. 
Rozando la medianoche, con una bolsa de plástico en una mano y, los zapatos empapados en la sangre de Pablo en la otra, salí del hospital en busca de un taxi. Me subí con la mirada perdida y susurré la dirección. El coche emprendió la marcha. Cuanto más me acercaba hacia mi hogar, más sensación de seguridad sentía. A una manzana de casa el taxista paró. Volviéndose hacia mí y, con voz estridente, dijo: “Ahora sí. Ahora ya eres mía”. Echándose a reír. Esa mueca terrorífica era la misma que vi reflejada antes del accidente. Había escapado de sus garras y regresaba para reclamarme.

Un grito no audible salió de mi garganta en el mismo instante en que mis padres, extrañados de no encontrarme ya en casa, llamaban por teléfono a Pablo. Sentí que ardía por dentro y, mis oídos, por fin, dejaron de oír su risa.

28 octubre 2014

La condena que envuelve a un instante

Bajó del autobús y anduvo un trecho hasta tomar el desvío hacia la majada. Desde allí se podía vislumbrar, a lo lejos, buena parte del pueblo. Descender por la vereda del Torcido no era la mejor opción pero sí la más corta. Era una senda interminable y tortuosa destinada al ganado. Servía, además, para medir la resistencia y hombría de los zagales del pueblo. Junto a su hermano Tomás, había recorrido ese mismo camino en incontables ocasiones pero, esta vez, todo era distinto. Los años le pasaban factura y, lo que en su niñez significó juego y diversión, hoy se traducía en dolorosas ampollas para el alma y para unos pies poco habituados a tanto ajetreo.
Se descalzó e introdujo aliviado los pies en el exiguo arroyo que, en otros tiempos, aunque no para nadar, sí les sirvió para refrescarse. Absorto, arrancó un diente de león, brotando de su tallo truncado una pequeña lágrima lechosa. Recordó de inmediato cómo su abuela aplicaba ese jugo amargo a las pequeñas verrugas que crecían en el cuello de Tomás.
Llegó al fin. El asombro y el miedo se dibujaron en las caras de todos los que le vieron aparecer por el Torcido. Nada podía reprocharles. Pero ese miedo en sus ojos le laceraba el alma.
No entiende por qué lo hizo. Después de dos décadas sigue sin saber qué le llevó a cometer semejante atrocidad. ¿Celos, orgullo, codicia? Quizás una mezcla de todo aquello, junto al reparto injusto de las tierras de la abuela, fueron los que le empujaron a hundirle el hacha en la garganta.
Eso ya no importa. Lo importante es que ahora está allí. Lo primero que necesita hacer tras cumplir su condena es acercarse al cementerio para llevarle unas flores e implorarle el perdón a su añorado hermano Tomás.


21 octubre 2014

Reválida en el invierno de la vida

El agudo y repentino sonido del metal contra la loza hizo que diera un respingo en la silla. Era la segunda vez que el dichoso cuchillo se le escapaba de entre los dedos. Sentada en aquella vieja mesa, diseccionaba abstraída el engrudo carnoso y grasiento que le habían servido.
Cuando decidió volver a aquel lugar después de tanto tiempo, no imaginó encontrarlo todo igual. Todo menos lo que, antaño, fue conocido como el mejor pastel de carne de la ciudad. Las mesas y la barra del mesón se llenaban para saborearlo, acompañado siempre de su inseparable tazón de consomé. Un caldo exquisito que, en días de mucho frío como era ese, entonaba el cuerpo para el resto de la jornada. Pero tampoco el consomé que le arrojaron en la mesa era igual. Con seguridad, el agua de fregar tenía más sustancia que aquel insípido brebaje.
Todo lo demás estaba exactamente como lo recordaba. La única variante era el joven camarero que se mostraba tan hosco como su decrépito jefe y dueño del mesón. No sabía si le volvería a ver pero, allí estaba, refunfuñando tras la barra. Adolfo no la reconoció. Ni siquiera se molestó en mirarla cuando llegó. Pero ella sí lo hizo. Le encontró enjuto y arrugado, al igual que ella, pero sus ojos seguían desprendiendo la misma frialdad e inquina que ella recordaba.
Sin terminar el pastel, Carmen pidió la cuenta al camarero. Se enfundó los guantes, se ajustó la bufanda al cuello y se envolvió en su elegante abrigo. Antes de alcanzar la puerta se fijó en el espantoso cuadro que Adolfo se empeñó en comprar en Barcelona, durante su luna de miel.
Suspira aliviada. Su vida no ha sido feliz pero, tampoco desdichada, por eso sabe que hace cuarenta años tomó la decisión acertada. Abandonarle.  


14 octubre 2014

Jugarretas del rebelde caído

Dios sabe bien que no quería que ocurriese. Como todas las mañanas a las ocho menos cinco, Amelia traspasaba el portón de madera de la Iglesia de San Bartolomé. Llevaba haciéndolo desde poco después que partiese de misiones a Perú don Manuel, el antiguo párroco.
Una vez habituada al titilante resplandor de las velas, extendía su brazo hacia la pétrea pila y humedecía sus dedos en el agua purificadora, dirigiéndolos mecánicamente hacia su frente, pecho y hombros. Y, lentamente, como todas las mañanas, recorría los escasos metros que la separaban del primer banco frente al altar mayor.
No estaba en su mano que esa fuera una mañana más. Cuando marchaba para casa, ya con un pie fuera de la iglesia, Amelia fue abordada por el viejo sacristán urgiéndola para que entregara un par de gruesos cirios al nuevo párroco. No supo negarse y, nerviosa, se encaminó hacia la sacristía. Halló la puerta semiabierta y entró sin llamar. Lo primero que vio fue el torso fuerte y desnudo del padre Alejandro. Con el aguamanil en la mano, llenaba la jofaina de loza blanca con la clara intención de asearse. Al verla allí parada con los dos grandes cirios sonrió y, diligente, despojó de la pesada carga a su turbada feligresa.
El día en que se cumplían dos meses de aquel incidente, Amelia rezaba. Sabía que el siguiente movimiento del párroco era custodiar la sagrada forma en el viril que se hallaba frente a ella. Su cuerpo temblaba incontrolado. Esa turbación hacía que el reclinatorio donde descansaban sus rodillas vibrara. Tampoco esa mañana fue una mañana más. Por primera vez, el padre Alejandro desvió la mirada clavando en los suyos sus cálidos ojos ámbar. Fue una mirada perturbadora, poderosa. Una mirada tan fugaz como eterna. Horas después, don Alejandro desapareció para siempre. 


06 octubre 2014

Un desproporcionado sepelio para un mediocre

Nada más franquear el portal, un bofetón a rancio te sacudía, golpeando, incluso, a los moradores de aquel desvencijado lugar, tan decrépitos y rancios como el propio edificio. Siempre encontró la manera de evitarlos aunque, en alguna ocasión, pudo fisgonear agazapado el aspecto de alguno de ellos. Si sabían o no de su existencia, lo ignoraba. Él nunca se cruzó ni habló con ninguno de sus vecinos.

Conforme se ascendía en penumbras por la ajada escalera, los olores se abrazaban enmascarándose unos a otros haciendo imposible su identificación y enrareciendo, aún más, aquella atmósfera pútrida. Una vez alcanzado el último escalón, esa invisible envoltura infecta ya impregnaba por completo ropa y piel.

Su buhardilla no era ni olía mejor. Se trataba de un sórdido y húmedo cuchitril donde se había refugiado los últimos años. Una mísera covacha donde malvivía solo, mal dormía solo y, solo, se asilaba entre lienzos y pinceles.

Abarcando entre sus brazos un nutrido puñado de telas, recalaba a diario en una turística plaza donde, de tarde en tarde, conseguía vender alguna de sus obras. Unas obras tan mediocres como él mismo. Aun así, jamás maldijo su falta de talento. Era algo que no le atormentaba.

Esa madrugada llegó con el estómago vacío y rematadamente borracho. Esquivó el precinto amarillo que algún gracioso colocó a la entrada del portal, subió a gatas las escaleras, bebió un último trago y, embriagado por lo que le pareció un delicioso olor a tortilla, se dejó desplomar sobre el cochambroso jergón.

No fue el rugido de un león lo que le despertó. Apenas sí fue consciente de que las vigas de madera se desplomaban sobre él y el edificio entero, como un leviatán, le engullía arrastrándole hacia el abismo. Nadie le echó en falta. Murió acorde a como quiso vivir. Solo.


29 septiembre 2014

Meras conjeturas

Tanto en los meses de verano, como en Semana Santa, aquello era un sin parar. Temieron que la construcción de la nueva autovía les perjudicara, sin embargo, no representó un descenso significativo en sus ventas. Los clientes de toda la vida, año tras año, se desviaban por la antigua carretera para seguir comprando sus célebres empanadas.
Llevaban tiempo intentando coger las riendas de aquel asentado y boyante negocio pero, la tía Jacinta, ni abandonaba ni traspasaba su exitosa panadería. Estaban hartos y ya no sabían qué hacer con aquella mujer. Era una manipuladora y un mal bicho. Al final, y si no le ponían remedio, acabarían todos enfrentados. Con ochenta años, seguía apareciendo todas las mañanas por la panadería con actitud dominante, desprendiendo ese olor dulzón a loción de aceite de coco que tantas náuseas provocaba a todos.
Jacinta desapareció a finales de agosto. La buscaron por todas partes sin fortuna. Todas las sospechas recayeron sobre ellos. En el cuartelillo algo se olían cuando fueron a la panadería con una orden judicial para inspeccionar el horno. Lo hicieron a conciencia, comprobando cada rescoldo descubierto entre las cenizas. No hallaron nada.   
Durante un año las habladurías no cesaron. Si la autovía no acabó con la panadería, la extraña y sospechosa desaparición de la tía Jacinta lo haría. Los del pueblo dejaron de entrar a comprar y suponían que lo mismo harían los veraneantes.
Pero la noticia no trascendió. Un verano más, era un rosario de coches los que paraban para llevarse sus famosas empanadas. No daban abasto. Empanadas de atún, de chorizo…, la más solicitada, la de carne.
“Nos encanta la empanada de carne y todos los años la compramos. La que llevamos el último verano estaba especialmente exquisita, ¿habéis cambiado la receta?” Fue el comentario más repetido por los clientes.


22 septiembre 2014

De antropófagos y tontunas

El caso es que estaba a gusto. Lo que escamaba al Espantapájaros eran las miradas ávidas de aquellas singulares gentes.
Paulino nunca tuvo muchas luces. Con seis años se subió al campanario de la Iglesia de San Saturio para, según su posterior y convulsa explicación, espantar a las cigüeñas. Objetivo que logró gracias al estruendo que provocó su monumental batacazo.
Están los que afirman que fue aquella tontuna la que agravó su ya sobresaliente carencia de luces. Los más pensamos que, gracias a ella, al chico se le colocó algo la mollera permitiéndole, mal que bien, subsistir.
Si todos los tontos tienen suerte, Paulino no iba a ser la excepción. En una de sus interminables jornadas ganduleando en la tasca de Herminio y, apurando para ello al máximo todas sus entendederas, rellenó y selló un boleto de la primitiva que resultó premiado. Huelga decir que le salieron amigos hasta de debajo de las piedras llegados, en su mayoría, de sucursales bancarias de toda la provincia que le urgían a invertir los muchos cuartos ganados.
Pero pasaba el tiempo y Paulino seguía sin sacar un solo billete del apolillado colchón. No fue, hasta pasados cinco años, cuando Braulio le habló de una república en el Amazonas donde vivían tribus cuyas mozas iban desnudas y donde, practicando magia, conseguían atraer la lluvia a placer. A Paulino se le abrieron los ojos de par en par. Días después, vació el colchón, hizo la maleta y se marchó.
Tras una intrincada exploración, consiguió dar con una de aquellas tribus. Sus féminas nadaban despreocupadas en el gran río. Se acercó hacia ellas exultante. Minutos después estaba allí, chapoteando en una especie de gran puchero, con el agua cada vez más calentita y con aquellas buenas gentes alrededor escudriñándole con esa extraña expresión en los ojos.


15 septiembre 2014

El Latino

Castrolobos era una aldea minúscula apartada del mundanal ruido en cuyas callejuelas sin asfaltar reinaba la tranquilidad. En honor a la verdad, era el aburrimiento más recalcitrante lo que imperaba entre sus casas ancestrales de piedra, madera y pizarra. El alguacil, el médico y el cura, eran compartidos con otros cuatro pueblos aledaños. Suyos eran, eso sí, el alcalde y el tonto del pueblo. El alcalde, el tonto y el emprendedor.
Vicente, de buenas a primeras, levantó con sus propias manos una construcción de no más de seis metros de largo por cuatro de ancho, a la que, con una pretensión desmedida, llamó bar. Bautizándolo con el singular nombre de “Bar Latino”.
En cualquier otro lugar del planeta ese bar nunca hubiese funcionado. El carácter enrevesado de Vicente, al que llamábamos Prólix por su enorme parecido con el personaje de “El adivino” de Astérix y Obélix, provocaba todo tipo de tiranteces y malos rollos.
Hoy se me siguen saltando las lágrimas al recordar cómo un niño, de unos nueve años, estuvo aferrado durante media hora a su mugrienta barra, con un duro en la mano, intentando sin éxito que le hiciese caso y le vendiese un chupachús. Un parroquiano que se dio cuenta llamó a Vicente y, en cuanto le tuvo enfrente, le preguntó al chiquillo qué es lo que quería. A lo que el indignado niño contestó a voz en grito y mirando a su enemigo directamente a los ojos. ¡Qué se meta Vicente el chupachús por el culo!
Pero, pese a Prólix, a sus sillas incómodas, a su barra pringosa y a su letrina siempre negra y maloliente, el “Latino” se consolidó como la mejor, y única, opción lúdica de la aldea. Es allí, entre chascarrillos, chismorreos y mugre, donde guardo buena parte de mis más apreciados recuerdos.


09 septiembre 2014

Anam Cara

Conforme se acercaba el día, los demonios del desconsuelo despertaban y se arremolinaban alrededor de mi mente acechándola. El tiempo no es más que un atroz y tiránico invento creado para esclavizarnos. Eso, al menos, es lo que me repetía una y otra vez para no caer en el desaliento.
Aunque durante los últimos doce meses había llorado su ausencia amargamente, la inminente llegada del primer aniversario de su súbita partida me hacía presagiar lo peor. Faltaban dos días para, con entera certeza, caer en un lamentable estado de angustia, tristeza y abatimiento.
A pesar de mi más enérgico rechazo, el insomnio se instala en mi cama entre tinieblas convirtiéndose, noche tras noche, en mi más devoto e incondicional compañero. Tras muchos años de nexo, alcanzamos un consenso en el que, a ratos, debía abandonar manso mi lecho. Y esa misma noche, en una de esas ausencias, sucedió.
Caminábamos uno al lado del otro entre lo que parecían livianas nubes evanescentes. Nuestras almas, junto a los dedos invisibles de nuestras manos, se entrelazaron al unísono. Su cuerpo era etéreo, casi incorpóreo y, pese a ello, nunca antes había sido más él. Dijo que era plenamente dichoso y estaba donde tenía que estar, pero que, para poder seguir avanzando, debía dejarle marchar. Hablamos de los ángeles, siempre supe que era uno de ellos y reímos, reímos mucho.
Y llegó. El temido once de junio llegó. Miré sus fotos sin lástima ni congojas. Sin lágrimas. Un sutil manto de avenimiento y lucidez se extendió sobre mí como una delicada fragancia envolvente que sosegó mi espíritu. Y una sonrisa nacida de lo más profundo dejó su huella en mi rostro como despedida.

07 julio 2014

El abrazo de Gaia

Majestuoso. Esa es la palabra que emana de las gargantas y corazones de todos aquellos que lo contemplan. El Anciano, que así le llaman, es un espléndido roble centenario, tal vez milenario. No se sabe con exactitud porque los lugareños hace tiempo perdieron la memoria sobre su origen. Los más viejos de la aldea sostienen que hubo un tiempo, siglos atrás, en que se le conoció como el Gran Padre. Eso es lo que los más viejos, a su vez, les contaron a ellos de niños.

Durante tiempo inmemorial, el gran roble se convirtió en el receptáculo de secretos y desdichas de muchos de los habitantes de la pequeña aldea. Generación tras generación, se acercaban hasta él para descargar y aliviar sus más hondas tribulaciones. Con suerte, le hacían depositario de alguna inesperada alegría pero, por lo común, de lo que más le cargaban era de desdichas e infortunios. Y él, como un padre afectuoso y sanador, embebía silencioso todos sus desconsuelos.

Siempre regio. Ni los cuantiosos rayos que a través de los siglos dejaron cicatrices en sus robustas ramas consiguieron doblegarlo. Pero corren malos tiempos y, de un tiempo a esta parte, al mitigador Anciano no solo acuden los paisanos de la aldea. Llegan también vecinos de pueblos aledaños e, incluso, gentes de otras comarcas. Una cascada de lágrimas, deslizándose incesante, está depositándose en sus raíces anegándolas de un salobre padecimiento que está acabando con él. Tanta afluencia de abraza árboles le consume y seca.

Gaia, una joven del lugar, cada día contempla el efecto que tanta pesadumbre causa sobre aquel consistente cuerpo de madera. La entristece y la perturba de tal manera que desearía gritar y expulsar a todas aquellas gentes egoístas, pues no apreciaban el daño y solo pensaban en su complacencia.

Sintió la necesidad de apoderarse de los pocos frutos que todavía poseía. Un anochecer, trepó por el tronco hasta encaramarse a horcajadas sobre la rama más grande. Temerosa, extendió su cuerpo e intentó coger las bellotas más hermosas. Alcanzó la primera y tiró de ella con demasiada fuerza por lo que la rama se removió, lastimando su entrepierna. Gimió. No de dolor. El árbol se agitó y desprendió un fuerte olor, aturdiéndola. Notó cómo su cuerpo se diluía entre la aspereza de la rama. La sabia fluyó fresca por todo su cuerpo. Vio cómo sus brazos y sus manos se estiraban hasta enredarse en el follaje. Sus piernas con los dedos de sus pies alcanzaron las raíces hasta enroscarse con las del árbol y transformarse en un solo ser. Sus oídos se abrieron a las palabras de las hojas. El Anciano le hablaba, le otorgaba su sabiduría, su buena suerte, su espíritu de libertad y de paz. Solicitaba de ella que atesorara su fruto. No habría más floraciones. Para él habían acabado las primaveras. El corazón de Gaía latió con fuerza y prometió hacer lo que le pedía. Una fría brisa la hizo reaccionar. Descendió del tronco desconcertada pero con una nueva energía. En su bolsillo portaba un hermoso fruto.

El roble no resistió, no pudo absorber tanta desgracia y sufrimiento humano y murió de pena. Un buen día lo encontraron completamente seco. Los abraza árboles lloraron desconsolados por su pérdida pero, enseguida, encontraron sustitutos para descargar sus amarguras. Solo unos pocos fieles siguen acercándose al Anciano para saludarle y darle las gracias.

Gaia ya no es joven. Ha decidido que es el momento de devolver al Anciano el hermoso fruto de su recuerdo; “todo cambia, todo se transforma”. Al atardecer, cava un hoyo sobre la tierra que guarda las vetustas raíces y allí se lo deposita. Con esta sencilla muestra de gratitud y de amor, Gaia consiguió que, décadas después, volviesen a germinar nuevos y tiernos brotes del roble abatido.


Autoras: Maite Moreno (Larin.mp) y Matrioska.


27 junio 2014

Lira ire

Ronca a su lado despreocupado. Irradia una perversa oscuridad que les envuelve. Le ha pedido que se marche. No hay terceras personas, simplemente quiere estar solo. Eso dice. Él nunca ha sabido estar solo y ella lo sabe. Es su tercera mujer y sospecha que pronto habrá una cuarta. Después vendrá una quinta.
Con la mirada pétrea adherida a ningún sitio, fantasea. Podría levantarse, ir a la cocina, coger un cuchillo y clavárselo tantas veces como mentiras le ha contado. Amanece. Antes de irse echa una última mirada a la cama. No se ha levantado. Ni se levantará.

20 junio 2014

Sincronía

Por los pelos, sudando y con la lengua fuera. Así llegó Fran al Boeing 767 después de una mañana accidentada en la que, como broche final, una huelga de celo de última hora en el aeropuerto casi le deja en tierra. Había facturado la maleta y como equipaje de mano portaba su anticuado ordenador portátil. Buscó su asiento, se desprendió de la americana y doblándola con sumo cuidado la introdujo en el compartimento superior del avión. Echó una rápida mirada al resto de viajeros y, por último, se detuvo en su compañera de asiento que miraba abstraída por la ventanilla.
Cris no podía dejar de mover su pierna derecha con movimientos rápidos, le ocurría cada vez que se ponía nerviosa. Le gustaba viajar, pero no sola. Siempre lo había hecho con Javier. Llevaban dos años divorciados pero, en casos como ese, le echaba en falta. Estaba ensimismada mirando por la ventana cuando alguien se sentó a su lado.
Fran dio los buenos días. Tras un breve silencio preguntó a su vecina, en un gesto de cortesía, si se encontraba bien. Fue entonces cuando ella le miró, permitiéndole contemplar unos enormes ojos grises que le atraparon sin remedio.
Pese al estado de desasosiego de Cris, la presencia de aquel hombre le produjo tranquilidad. Tenía una sonrisa encantadora y miraba directamente a los ojos.
Hubo química enseguida. Durante todo el trayecto hablaron y rieron sin parar.
Nada más aterrizar en Dublin, Fran recogió su americana y se despidió. Le esperaban para una importante reunión y tenía prisa. Cuando se le pasó por la cabeza que podía haberle pedido el teléfono era demasiado tarde.
Para Cris, la Central Station de Ámsterdam no significaba el final del camino. Aquel impetuoso viaje en tren le regaló un alma gemela y una nueva ilusión.





11 junio 2014

Pérdidas

Hacía un par de días que habían montado la terraza y decidió sentarse fuera a desayunar. Unos ladridos violentos y pertinaces le hicieron levantar la vista del periódico. Fue la primera vez que la vio. Llevaba ropa deportiva y caminaba a buen paso. La siguió con la mirada hasta que la perdió de vista y no volvió a acordarse de ella.
A la mañana siguiente, la casualidad quiso que el brusco frenazo de un conductor le sacara de su lectura y sus ojos se encontraron de nuevo con aquella delicada mujer. Desde entonces, como si de un ritual se tratara, espera impaciente a que den las diez. El que tenga o no un buen día depende de que la vea o no pasar. Muchas veces fantasea con provocar algún tipo de contacto con ella. Nunca se atreve.
Dos meses de desazón y hoy, por fin, está resuelto a hablar con ella. Se dirige caminando en sentido contrario para hacerse el encontradizo pero algo inesperado le hace cambiar de acera a pocos metros del encuentro. Su amada aparece como casi todos los días, con su coleta alta oscilando, su ropa deportiva, su paso ligero y…, un hombre bromeando y riendo a su lado que, en un arranque, la para en seco y la besa.
Afligido, entra en el bar, saca un paquete de tabaco de la máquina y sale a la terraza. Se enciende un cigarrillo, aspira una interminable y aliviadora calada y se queda con la mirada fija en el infinito. La ha perdido antes de llegar a tenerla. Mira largamente el cigarrillo, hace quince meses que dejó de fumar, se encoge de hombros y, derrotado, se lo lleva nuevamente a los labios.




04 junio 2014

Matrioska rota

Como tantas otras chicas de su edad, Verusha tenía grandes sueños. Destacaba por su carácter dulce y su singular belleza. Desde niña quiso ser actriz, pero el haber nacido en un lugar perdido como Sludka poco ayudaba a sus aspiraciones. Aun así, sabía que más tarde o más temprano abandonaría aquel asfixiante pueblo y recorrería medio mundo. No, recorrería el mundo entero.
Y el milagro sucedió. Una noche, mientras bailaba con sus amigas en la discoteca, conoció a Yakov. Él le habló de París, de lo fácil que resultaba allí abrirse paso en el mundo de la interpretación y de lo mucho que gustaría una chica tan especial como ella. Triunfaría seguro.
Recuerda el entusiasmo con el que se subió a aquel autobús. Desde los asientos traseros podía apreciar cómo Sludka menguaba todavía más y quedaba definitivamente atrás. Por fin, viajaba rumbo a sus sueños.
Nunca llegó a París. Aunque hace tiempo optó por someterse a las órdenes y caprichos de Yakov y los demás proxenetas, cada vez que un repugnante cerdo la monta, Verusha se acurruca bajo la ventana enrejada del abyecto cuartucho donde la mantienen retenida y rompe a llorar. Ya nunca será la misma. Como una muñeca rusa, se envuelve día tras día de una gélida coraza que la ha convertido en una devastada matrioska de hormigón donde, capa a capa, arropa y protege en su interior lo poco que todavía queda de ella.
Verusha abdicó de sus pretenciosas aspiraciones en el mismo instante en que su viaje murió en aquel inhóspito club de carretera. Hoy solo desea sobrevivir y, quizás, poder volver algún día al pequeño Sludka.



30 mayo 2014

El crío de los Solís

Me llamo Guille. Guillermo Solís Gil. Tengo casi siete años. Mi mamá dice que los cumpliré cuando empiece segundo pero que, para eso, antes tienen que acabar las vacaciones. He sacado muy buenas notas pero papá dice que podían ser mejores. Mamá siempre repite que soy como un rabo de lagartija y que la vuelvo loca, yo le pongo caras feas y ella se ríe. Es muy pesada porque cuando no me ve, me llama a gritos para saber qué estoy haciendo.
Creo que he sido malo porque mamá  ya no se ríe, le pongo caras feas pero ni siquiera me mira. Algunas veces me llama, dice mi nombre, pero lo hace bajito. Desde que no está papá se encierra en su habitación y llora. Sé que me he portado mal porque mi papá se marchó un día sin despedirse y nunca más ha venido a verme. A veces me pongo pelmazo y le digo a mamá que vayamos al parque a jugar en los columpios pero ella nunca quiere, no me hace caso.
Hace un tiempo que me escapo y me voy yo solo a columpiar. Ya no hay niños. Algunos días vienen unos mayores que son tontos, tienen todo para ellos pero siempre tienen que venir a jugar donde estoy yo. Hoy unas señoras se han quedado mirando cómo jugaba desde fuera. Me he acercado a ellas y he oído que contaban que desde hace tiempo nadie pisa el parque, solo los científicos que investigan el extraño fenómeno. Que ellos dicen que se trata de cosas magnéticas pero que, aquí en el barrio, todos saben que ese balanceo misterioso empezó poco después de que el crío de los Solís saliera despedido del columpio y se abriera el cráneo con la maldita fuente de hierro.




21 mayo 2014

De cartón piedra

Sucedió como cuando contemplas unos impresionantes decorados de cine. Son tan fabulosos y atrayentes que quedas fascinado al instante. Efecto que permanece mientras te mantienes a cierta distancia. Todo cambia cuando te acercas lo suficiente y empiezas a fijarte en pequeños defectos como desconchones o grietas. Y eres plenamente consciente del fraude cuando traspasas la falsa fachada y descubres un páramo desértico e inmundo.
Admito que sus estudiadas palabras me deslumbraron. No fue hasta que se desprendió del disfraz y la máscara cuando la gran farsa me sacudió obligándome a abrir los ojos, revelándome un amor estéril de cartón piedra.

15 mayo 2014

El soñador de la Modelo

Es un hombre afable y de buen carácter. Solo hay una cosa que le saca de sus casillas, y es que le arrebaten de sus sueños de forma abrupta. Y aquí, en la Modelo, todos reconocemos al instante cuándo ha tenido uno. Por eso, si le vemos aparecer con la mirada perdida y cuajada de esperanza, sabemos que debemos dejarle seguir soñando hasta que regrese paulatinamente y sin prisa a la realidad.
Realiza sus tareas como un autómata hasta que llega la hora del patio. Sale sereno, cierra sus octogenarios ojos, levanta la cabeza y saluda al sol. Despacio, se dirige hasta la bancada de piedra y allí, tumbado boca arriba, rememora. En este sueño, como en todos los demás, él no es él, vive la vida de otra persona, una vida ajena.
Aquella mañana, mientras sueña, un rumor se propaga vertiginoso llegando a todos los rincones. A Pere Barrat, conocido como Perico el de los barrotes, le dejan en libertad.
La algarabía es mayúscula. Los novatos no entienden nada. No entienden que ante aquella gran noticia los más veteranos se muestren tan hostiles con los funcionarios, abucheando, silbando y pateando. 

Y es que los novatos no saben que existe una leyenda que asegura que antes de que se levantaran los muros de aquella prisión, Perico ya vivía en ella. Que a Perico la suerte, la buena, le dio la espalda incluso antes de nacer y tuvo que ingeniárselas desde chiquillo. Que en el exterior, dejará de soñar con otras vidas dichosas para tener pesadillas con la suya propia. Que, justamente por ser una gran persona, no merece que le dejen libre y  desamparado. Y es que los novatos no saben que, Perico el de los barrotes, se ha ganado el derecho a vivir y morir en su único hogar.


07 mayo 2014

Alas y quebrantos

La mala suerte se cebó con nosotros. Los primeros años nos sacudió con toda su virulencia y conforme avanzaba el tiempo, nos fue cubriendo y meciendo sigilosa con su abrazo espeso y letal. Lo que empezó como un inocente juego, se convirtió en un turbio modo de vida que, a algunos, nos superó.
Un brutal e inesperado accidente de coche arrancó de cuajo las jóvenes ilusiones de nuestro guitarra y amigo de la infancia, Canito. Pese a la fatalidad y al dolor, buscamos un nuevo integrante y nos mantuvimos firmes con la mirada puesta en nuestro sueño común.
Estrenamos década, la de los ochenta, con ánimos renovados. Conseguimos grabar nuestro primer disco en uno de los mejores estudios de grabación de la ciudad. Como portada, una fotografía en blanco y negro de los cuatro vestidos con americana y corbata pero con aire informal. ¡Dios, cómo nos reímos en aquella sesión de fotos! Aunque es verdad que el resultado final, con aquellas caras tan serias, pareciera sugerir lo contrario.
El éxito fue fulminante. Sin apenas promoción, nos llovían los contratos. Nuestra nueva y seductora vida se limitaba a montar, probar, tocar y desmontar cada día en un lugar distinto y, por lo general, distante. Vivíamos en la carretera la mayor parte del tiempo. Fue esa misma carretera la que pocos años después nos volvió a arrebatar a uno de los nuestros.
Pero aquellos años de gloria entornaron una puerta a un oscuro abismo que yo traspasé. Alguien me dijo en una ocasión que a los ángeles encarnados termina destruyéndoles su propia sensibilidad. Enraizado en mi fragilidad, sucumbí ante falsos cantos de sirena que me malearon debilitando mis alas hasta que una negra noche, en un negro portal de un negro callejón, un último caballo plateado trotó desbocado por mis venas, quebrándolas.


01 mayo 2014

La cita de primavera

Todos permanecían sentados en las blancas sillas de resina colocadas a propósito frente a una gran mesa presidencial. Decir todos no es más que una manera de hablar, porque de los ciento cuarenta y seis, solo veintiocho hicieron acto de presencia. Dos horas largas de discusiones, gritos y alguna que otra amenaza velada terminaron, una vez más, en un silencio sepulcral.
Aquel era el momento más crítico de la congregación. Se precisaba un voluntario y, como cada primavera, dicho cometido se convertía en el asunto más farragoso que solventar. Nadie estaba dispuesto a enfrentarse a semejante misión y, menos aún, de manera voluntaria. El espectáculo era incluso cómico. La mayoría de los presentes miraban al suelo, otros esquivaban las miradas suplicantes que se lanzaban desde la mesa presidencial y, los menos, animaban guasones a otros a presentarse.
Había una manera de salir de aquel atolladero. Mediante un sorteo. Se escribirían los nombres de cada uno en pequeños trozos de papel, se removerían bien dentro de una bolsa y una mano inocente sacaría uno de ellos. La drástica solución no gustó a nadie. Aquello era a todas luces injusto. ¿Por qué no hacerlo con los nombres de los ciento cuarenta y seis y no solo de los veintiocho presentes?
Los ánimos se volvieron a caldear y las desavenencias y rencillas salieron de nuevo a relucir. La atmósfera se volvió irrespirable y la oscuridad que hacía ya rato reinaba en el exterior parecía querer instalarse en aquel lugar para quedarse.
Súbitamente se escuchó un tímido pero audible “¡De acuerdo, lo haré yo!”. Todos callaron al unísono. Sabían que aquella era una reacción desesperada ante tanta locura. Pero aquel insensato ya estaba atrapado y por fin, la junta terminaba exitosa con un nuevo presidente de la comunidad de vecinos hasta la próxima primavera.


23 abril 2014

Desarraigo

Supuso que sabría llegar sin problemas pero, tras treinta y cinco años, sus recuerdos aparecían desdibujados. Siguió caminando junto al muro del ferrocarril hasta llegar al paso a nivel. Atisbó a un lado y a otro y con sumo cuidado cruzó las vías. Debía desviarse por el primer senderillo hasta el antiguo molino y desde allí, bordear las nuevas vaquerizas. Su guía ocasional y dueño de la cantina de la estación, le aseguró que a unos trescientos metros la encontraría. Y allí estaba. Villahermosa. La gran casona propiedad de sus antepasados desde tiempo inmemorial, agonizaba. Donde antaño todo era felicidad y belleza, hoy rezumaba silencio y abandono.
—¿No parece la misma, verdad? —dijo una voz familiar a su espalda.
Micaela sintió cómo los recuerdos se abrían paso en su mente desgarrando su ya maltrecho espíritu. Temblaba y apenas sí le salió un hilo de voz.
—Está todo tan… La enredadera que cubría toda la fachada de piedra pintándola de verde está completamente seca y…
—Me volví loco —dijo Marcelo. —Desapareciste y nadie me dio una explicación. ¿Vive nuestro hijo?
—¿Lo sabías?
—Solo podía existir un motivo por el que te apartaran a ti y no a mí, el infame hijo del guardés.
—Mateo murió hace dos años en África, de unas fiebres endémicas de aquel continente. Llevaba diez años allí como misionero. Como ves, ya no queda nadie de la gran familia. Todos han muerto ya.
—Todos menos tú, Mica. ¿Te quedarás?
—Fui la primera en morir cuando me separaron de ti.
—El amor puede ser aún más devastador que el odio —susurró Marcelo.
—Ojalá pudiera odiarte —Micaela le taladró con la mirada mientras luchaba porque no se derramasen las rebosantes lágrimas de sus ojos. —Sí, me quedaré —dijo al fin, metiendo la llave en la cerradura del viejo portón.