La mala suerte
se cebó con nosotros. Los primeros años nos sacudió con toda su virulencia y
conforme avanzaba el tiempo, nos fue cubriendo y meciendo sigilosa con su
abrazo espeso y letal. Lo que empezó como un inocente juego, se convirtió en un
turbio modo de vida que, a algunos, nos superó.
Un brutal e
inesperado accidente de coche arrancó de cuajo las jóvenes ilusiones de nuestro
guitarra y amigo de la infancia, Canito.
Pese a la fatalidad y al dolor, buscamos un nuevo integrante y nos mantuvimos
firmes con la mirada puesta en nuestro sueño común.
Estrenamos
década, la de los ochenta, con ánimos renovados. Conseguimos grabar nuestro
primer disco en uno de los mejores estudios de grabación de la ciudad. Como
portada, una fotografía en blanco y negro de los cuatro vestidos con americana
y corbata pero con aire informal. ¡Dios, cómo nos reímos en aquella sesión de
fotos! Aunque es verdad que el resultado final, con aquellas caras tan serias,
pareciera sugerir lo contrario.
El éxito fue fulminante. Sin apenas
promoción, nos llovían los contratos. Nuestra nueva y seductora vida se
limitaba a montar, probar, tocar y desmontar cada día en un lugar distinto y,
por lo general, distante. Vivíamos en la carretera la mayor parte del tiempo.
Fue esa misma carretera la que pocos años después nos volvió a arrebatar a uno
de los nuestros.
Pero aquellos años de gloria
entornaron una puerta a un oscuro abismo que yo traspasé. Alguien me dijo en
una ocasión que a los ángeles encarnados termina destruyéndoles su propia
sensibilidad. Enraizado en mi fragilidad, sucumbí ante falsos cantos de sirena
que me malearon debilitando mis alas hasta que una negra noche, en un negro
portal de un negro callejón, un último caballo plateado trotó desbocado por mis
venas, quebrándolas.
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