27 junio 2014

Lira ire

Ronca a su lado despreocupado. Irradia una perversa oscuridad que les envuelve. Le ha pedido que se marche. No hay terceras personas, simplemente quiere estar solo. Eso dice. Él nunca ha sabido estar solo y ella lo sabe. Es su tercera mujer y sospecha que pronto habrá una cuarta. Después vendrá una quinta.
Con la mirada pétrea adherida a ningún sitio, fantasea. Podría levantarse, ir a la cocina, coger un cuchillo y clavárselo tantas veces como mentiras le ha contado. Amanece. Antes de irse echa una última mirada a la cama. No se ha levantado. Ni se levantará.

20 junio 2014

Sincronía

Por los pelos, sudando y con la lengua fuera. Así llegó Fran al Boeing 767 después de una mañana accidentada en la que, como broche final, una huelga de celo de última hora en el aeropuerto casi le deja en tierra. Había facturado la maleta y como equipaje de mano portaba su anticuado ordenador portátil. Buscó su asiento, se desprendió de la americana y doblándola con sumo cuidado la introdujo en el compartimento superior del avión. Echó una rápida mirada al resto de viajeros y, por último, se detuvo en su compañera de asiento que miraba abstraída por la ventanilla.
Cris no podía dejar de mover su pierna derecha con movimientos rápidos, le ocurría cada vez que se ponía nerviosa. Le gustaba viajar, pero no sola. Siempre lo había hecho con Javier. Llevaban dos años divorciados pero, en casos como ese, le echaba en falta. Estaba ensimismada mirando por la ventana cuando alguien se sentó a su lado.
Fran dio los buenos días. Tras un breve silencio preguntó a su vecina, en un gesto de cortesía, si se encontraba bien. Fue entonces cuando ella le miró, permitiéndole contemplar unos enormes ojos grises que le atraparon sin remedio.
Pese al estado de desasosiego de Cris, la presencia de aquel hombre le produjo tranquilidad. Tenía una sonrisa encantadora y miraba directamente a los ojos.
Hubo química enseguida. Durante todo el trayecto hablaron y rieron sin parar.
Nada más aterrizar en Dublin, Fran recogió su americana y se despidió. Le esperaban para una importante reunión y tenía prisa. Cuando se le pasó por la cabeza que podía haberle pedido el teléfono era demasiado tarde.
Para Cris, la Central Station de Ámsterdam no significaba el final del camino. Aquel impetuoso viaje en tren le regaló un alma gemela y una nueva ilusión.





11 junio 2014

Pérdidas

Hacía un par de días que habían montado la terraza y decidió sentarse fuera a desayunar. Unos ladridos violentos y pertinaces le hicieron levantar la vista del periódico. Fue la primera vez que la vio. Llevaba ropa deportiva y caminaba a buen paso. La siguió con la mirada hasta que la perdió de vista y no volvió a acordarse de ella.
A la mañana siguiente, la casualidad quiso que el brusco frenazo de un conductor le sacara de su lectura y sus ojos se encontraron de nuevo con aquella delicada mujer. Desde entonces, como si de un ritual se tratara, espera impaciente a que den las diez. El que tenga o no un buen día depende de que la vea o no pasar. Muchas veces fantasea con provocar algún tipo de contacto con ella. Nunca se atreve.
Dos meses de desazón y hoy, por fin, está resuelto a hablar con ella. Se dirige caminando en sentido contrario para hacerse el encontradizo pero algo inesperado le hace cambiar de acera a pocos metros del encuentro. Su amada aparece como casi todos los días, con su coleta alta oscilando, su ropa deportiva, su paso ligero y…, un hombre bromeando y riendo a su lado que, en un arranque, la para en seco y la besa.
Afligido, entra en el bar, saca un paquete de tabaco de la máquina y sale a la terraza. Se enciende un cigarrillo, aspira una interminable y aliviadora calada y se queda con la mirada fija en el infinito. La ha perdido antes de llegar a tenerla. Mira largamente el cigarrillo, hace quince meses que dejó de fumar, se encoge de hombros y, derrotado, se lo lleva nuevamente a los labios.




04 junio 2014

Matrioska rota

Como tantas otras chicas de su edad, Verusha tenía grandes sueños. Destacaba por su carácter dulce y su singular belleza. Desde niña quiso ser actriz, pero el haber nacido en un lugar perdido como Sludka poco ayudaba a sus aspiraciones. Aun así, sabía que más tarde o más temprano abandonaría aquel asfixiante pueblo y recorrería medio mundo. No, recorrería el mundo entero.
Y el milagro sucedió. Una noche, mientras bailaba con sus amigas en la discoteca, conoció a Yakov. Él le habló de París, de lo fácil que resultaba allí abrirse paso en el mundo de la interpretación y de lo mucho que gustaría una chica tan especial como ella. Triunfaría seguro.
Recuerda el entusiasmo con el que se subió a aquel autobús. Desde los asientos traseros podía apreciar cómo Sludka menguaba todavía más y quedaba definitivamente atrás. Por fin, viajaba rumbo a sus sueños.
Nunca llegó a París. Aunque hace tiempo optó por someterse a las órdenes y caprichos de Yakov y los demás proxenetas, cada vez que un repugnante cerdo la monta, Verusha se acurruca bajo la ventana enrejada del abyecto cuartucho donde la mantienen retenida y rompe a llorar. Ya nunca será la misma. Como una muñeca rusa, se envuelve día tras día de una gélida coraza que la ha convertido en una devastada matrioska de hormigón donde, capa a capa, arropa y protege en su interior lo poco que todavía queda de ella.
Verusha abdicó de sus pretenciosas aspiraciones en el mismo instante en que su viaje murió en aquel inhóspito club de carretera. Hoy solo desea sobrevivir y, quizás, poder volver algún día al pequeño Sludka.