30 octubre 2015

Cambio de rumbo

Remolonea los últimos minutos en la cama. Se despereza para, como le indicaba siempre Paolo, su entrenador personal, desentumecer los músculos. Casi no podía creer lo que su marido Javier le había contado sobre Paolo. ¡Qué poca vergüenza! Si no le llega a echar él, le hubiese echado ella misma. Confiaba en que Javier le encontrara otro entrenador pronto. 
Se calzó las elegantes zapatillas de piel color champán y se cubrió con la exclusiva bata de lana de cachemir a juego. Frente al espejo, posó sus cuidadas manos en las mejillas haciéndolas ascender hasta el final de sus pómulos en un gesto cotidiano con el que corroboraba el óptimo resultado de los asiduos tratamientos en la tersura de su cutis. Acercó su rostro abriendo la boca en una mueca para contemplar su perfecta e inmaculada dentadura.
Bajaba las escaleras para dirigirse a la cocina cuando sonó el timbre de la puerta. Maldita sea, pensó, si estuviese Juanita no tendría que abrir yo deprisa y corriendo. Javier decidió que no quería ver a nadie por casa y la despidió, lo que provocó una fuerte discusión entre ellos que aún perduraba. Traían una carta certificada de la Agencia Tributaria a nombre de Javier que, tras aceptarla y firmar, dejó sobre la mesita de la entrada.
Encendió la televisión de la cocina y enchufó la cafetera. Las once. Hoy martes estaría tomando clases de golf en el club pero, por lo que se ve, las habían anulado por reforma en las instalaciones. ¡Qué desagradable era poner la televisión! Toda esa gente andrajosa deambulando por media Europa. ¿No estarían mejor en sus casas? ¡Qué ganas de fastidiarnos a todos!
Sonó un zumbido y sacó su teléfono del bolsillo de la bata. Javier. Sin saludar y en tono seco, le dijo lo primero que se le pasó por la cabeza. No será importante, pero te ha llegado una carta certificada. Te la he dejado sobre la mesita. Imposible ocultarlo más, Javier le soltó a bocajarro lo que sucedía. Hacienda les embargaba todos sus bienes. Estaban arruinados y en la calle.
Su tez tersa iba perdiendo luminosidad conforme su cerebro empezaba a encajar las piezas. Agarrada a la taza de café, centró su atención en la pantalla de cincuenta pulgadas que colgaba de la pared. Una mujer, cubierta con una manta, calada hasta los huesos y con un bebé en brazos, la miraba fijamente con ojos desesperados, casi sin vida.
¡Dios mío!

04 octubre 2015

Temporal de contención

Le oprimía el pecho y a cada nuevo intento le costaba más respirar. Los lánguidos rayos de sol, que entre las rendijas de la persiana lograban implantarse tozudos, no bastaban para calmar sus cada vez más frecuentes estados de ansiedad. Al menos, y a diferencia de lo que ocurría en los días oscuros y grises, no los agravaba más.
Preferiría no tener que levantarse de la cama, pero sabía que eso no iba a suceder. Cada mañana, sin excepción, abandonaba entre quejas e improperios lo que para él se había convertido en un refugio donde poder descargar todo el tormento y la rabia que sentía sin tener que dar explicaciones a nadie. Solo deseaba que le dejaran en paz.
Taciturno, se dirigía remolón al gimnasio. Era el único momento del día en que sus propios lamentos eran acallados por los numerosos lamentos ajenos. Dicen que el primer día es el peor, pero para él lo estaban siendo todos. Esas pasarelas le llenaban de angustia y se negaba a utilizar a “Lokomat” porque lo consideraba una pérdida de tiempo. Odiaba que le insistieran para todo. Para comer, para reír, para llorar, para andar, para hablar…
Había llegado su turno y le estaban esperando. Les hubiese mandado a la mierda pero después de dos semanas sabía que esa gente no iba a aflojar ni a ceder. Para su desgracia, no eran de los que tiraban la toalla. Y esa, como las demás veces, su cuerpo acabó desplomándose sobre el suelo de caucho azul.
No quería seguir allí ni un segundo más. Ni allí ni en ninguna parte. Huyó descompuesto y sin control por los pasillos hasta que vio de refilón un fogonazo al que escoltó, breves segundos después, un fuerte estruendo. Frenó en seco. Las puertas se abrieron al detectar su presencia y salió al exterior. Olía a tormenta. Le asaltó un sueño que últimamente se le repetía recalcitrante. Heidi, la niña huérfana de los Alpes, viajaba feliz y entre risas sobre una esponjosa e impoluta nube. Irónico, teniendo en cuenta que su realidad era otra bien distinta. Nubarrones, amenazadores y grises, se habían conjurado contra él. Alzó la cabeza al sentir cómo las primeras gotas impactaban sobre su cuerpo. La lluvia comenzó a arreciar pero allí permaneció impasible con los ojos cerrados. El agua se acumuló en sus cuencas desbordándose por las ya mojadas mejillas, consiguiendo arrastrar y enseñar el camino a unas lágrimas férreamente contenidas desde que un día aciago, ocho semanas atrás, un fuerte aguacero provocara el derrape de su moto precipitándole contra el asfalto y postrándole para siempre en una silla de ruedas.
Estaba llorando. Respiró hondo y sintió cómo tras sus párpados nacía una luz intensa. Cuando abrió sus ojos, el sol asomaba entre las nubes triunfante y brillando con fuerza.