28 marzo 2015

Una heroica derrota

Pese a dedicar años a la preparación de semejante empresa, las extremas condiciones a las que nos hemos tenido que enfrentar nos han obligado a aflojar la marcha, retrasándonos notablemente. Ochenta días, setenta y nueve para ser exactos, ha sido el tiempo que nos ha llevado llegar a nuestro destino.
El ánimo con el que nos dispusimos a afrontar las últimas ocho millas se convirtió pronto en decepción. Una tienda oscura y pequeña plantada sobre el hielo y coronada con una bandera que, antes de distinguir sus colores ya sabíamos a qué nación representaba, nos evidencia que no hemos sido los primeros. 
Todo el trabajo, todas las privaciones, toda la angustia, ¿para qué? Nada más que por un sueño que ahora se ha derrumbado. Una simple ojeada nos revela todo. Los noruegos nos han adelantado…
Una carta hallada en el interior de la tienda deja constancia al mundo del fracaso de la expedición Terra Nova, aun así, antes de emprender el retorno, mis hombres y yo plantamos también nuestra bandera e inmortalizamos con fotografías aquella gesta. Si no los primeros, sí éramos los segundos en llegar al Polo Sur.
De regreso, varias tempestades con temperaturas que rebasan los cuarenta grados bajo cero nos obligan a avanzar con lentitud. Todos tenemos nuestras fuerzas mermadas por el frío y la desnutrición, pero Evans es el que presenta mayor deterioro. Arrastra una herida en una mano que no termina de curar y el frío le afecta más que a ninguno. Diez días después de iniciar el descenso del glaciar Beardmore, Edgar Evans fallece exhausto.
Aunque localizamos los depósitos donde anteriormente dejamos provisiones para el viaje de regreso, estas son tan escasas que la desnutrición se convierte, junto al frío, en nuestro mayor desafío. Oates comienza a dolerse de un pie debido a una vieja herida. Poco después, el día de su treinta y dos cumpleaños, con gangrena y casi paralizado por congelación, nos anuncia que: “voy a salir y posiblemente me quede algún tiempo”, abandonando la tienda en plena ventisca y perdiéndose en la noche para siempre.
Su valiente y generoso sacrificio no ha impedido que, tres días después, Bowers, Wilson y yo, quedemos bloqueados ante una gran nevasca que nos impide el avance. Sin alimentos ni combustible, la aventura llega a su fin.
“Todos los días estamos dispuestos a partir hacia nuestro depósito a 11 millas, pero a la entrada de la tienda persiste un remolino de nieve. No pienso que podamos esperar nada mejor ahora. Perseveraremos hasta el final, pero nos estamos debilitando, por supuesto, y el final no puede estar lejos. Es una lástima, pero creo que no puedo escribir más. R. Scot. Por Dios cuida de nuestra gente.”


18 marzo 2015

Retirada

¡Corred, corred! Fueron las últimas palabras que escucharon mis oídos bajo un estruendo ensordecedor. Retroceder y refugiarse en la trinchera era nuestra única alternativa. Tan cerca estuve de lograrlo que, cuando la bala taladró mi cerebro, la zanja acogió mi cuerpo inerte. La oscuridad y el silencio se hicieron uno.

08 marzo 2015

Destinos

El último mes se me había hecho eterno. Las horas y los días habían transcurrido despacio, como a cámara lenta y, cuando esas horas las pasaba junto a él, el tiempo parecía detenerse. Ese era sin duda un día importante. Ante la perspectiva de aquel acontecimiento él bromeaba diciendo que me lo tomase como un debut, como un nuevo comienzo. Sería como inaugurar una nueva vida para los tres. En un rato conocería a su hija y mi estómago era un manojo de nervios.
Me gustaba ocupar el asiento de atrás del autobús, junto a la ventanilla, y dejarme llevar sin más. Pasear la mirada perdida por el mundo exterior que mostraba ese gran escaparate de cristal relajaba mis nervios y hacía que mis pensamientos fluyeran despreocupados.
Lo mismo me sucedió la tarde anterior. Estaba tan abstraída que no podría explicar cómo, en el asiento de delante, apareció por las buenas una niña de unos tres o cuatro años que me observaba con los ojos muy abiertos. Dicen que si una persona te mira fijamente durante mucho tiempo acabas sintiendo su mirada. Algo de eso debió ocurrir porque logró sacarme de un profundo ensimismamiento. Intenté volver a ese agradable estado de introspección pero no lo conseguí. Volvía de nuevo a observarme y, aunque al principio lo hacía tímidamente y de soslayo, aquella niña de mirada dulce no dejaba de volver insistentemente una y otra vez su cabecita. Le guiñé un ojo y le sonreí, eso hizo que perdiera la vergüenza y, decidida, se puso de rodillas en su asiento frente a mí, agarrándose con sus pequeñas manitas al respaldo que le tapaba media cara.
Con ella iba una mujer que parecía de origen hindú y que, supuse, sería su cuidadora. Apremiaba a la niña a que se diera la vuelta y no molestara más. Inés, que así se llamaba la cría, enseguida obedeció. Inés. Es curioso, pensé.
Había vuelto a perderme en volátiles pensamientos cuando me percaté de que la niña se había bajado del autobús y estaba en la calle de la mano de su cuidadora. Miré hacia atrás rápidamente para verla por última vez y vi cómo levantaba y movía su manita despidiéndose con una serena y maravillosa sonrisa en su rostro.
La misma sonrisa que ahora se marcaba en mis labios al recordarla. La próxima parada era la mía. Cuando bajé del autobús miré a un lado y a otro hasta que los vi. Me quedé petrificada. La niña al verme se soltó de la mano de su padre, salió corriendo y se abrazó fuertemente a mí. El estómago antes intranquilo se relajó y en los ojos se amontonaron las lágrimas. Lágrimas de agradecimiento a ese bello ser.

04 marzo 2015

Como perro de Pavlov

Es un sonido molesto que, escuchado por segunda vez, se convierte en irritante. Sin embargo, para ella, representa lo que la campana de Pavlov para su perro. Se había convertido en un cotidiano estímulo sensorial. Si el can salivaba ante la perspectiva de un plato de comida, a ella se le despertaban todos los sentidos.
Cuando el telefonillo suena, ella sale disparada con una expresión de felicidad impresa en el rostro. Nueve de cada diez veces es él quien llama. 
Un largo abrazo hasta armonizar la temperatura corporal entre ambos, una vez envueltos entre las sábanas, se ha convertido en todo un ritual. A partir de ahí, el estímulo deja paso a la respuesta.
Él comienza besando con suavidad sus párpados para bajar hasta sus labios que ya aguardan ansiosos los suyos. Los acerca despacio y apenas sí los roza para alejarlos de nuevo. Sabe que eso la excita y lo repite hasta que, encendidos, se funden en unos besos húmedos y apasionados. Sin apenas respiración, desliza su boca descendiendo por el cuello hasta llegar a su pecho. Besa, lame, succiona y muerde sus pezones hasta que se endurecen mientras que, con su mano, acaricia la parte interior de sus muslos provocando ligeros movimientos que le invitan a posarse y acariciar su sexo, pero solo lo roza. Eso la vuelve loca. Mientras cubre y oprime sus pechos, besa su piel hasta descender al ombligo. Desde allí, es su lengua la que se desliza imparable. Un escalofrío se expande por su piel al sentir cómo la saliva, antes caliente, comienza a secarse dejando fríos regueros. Y ya, definitivamente instalado entre sus muslos, se inicia un enfervorecido baile. Lengua, boca y cabeza acompasadas al son de las convulsiones producidas por el primero de los muchos orgasmos que le proporcionará su fiel amante.