23 abril 2014

Desarraigo

Supuso que sabría llegar sin problemas pero, tras treinta y cinco años, sus recuerdos aparecían desdibujados. Siguió caminando junto al muro del ferrocarril hasta llegar al paso a nivel. Atisbó a un lado y a otro y con sumo cuidado cruzó las vías. Debía desviarse por el primer senderillo hasta el antiguo molino y desde allí, bordear las nuevas vaquerizas. Su guía ocasional y dueño de la cantina de la estación, le aseguró que a unos trescientos metros la encontraría. Y allí estaba. Villahermosa. La gran casona propiedad de sus antepasados desde tiempo inmemorial, agonizaba. Donde antaño todo era felicidad y belleza, hoy rezumaba silencio y abandono.
—¿No parece la misma, verdad? —dijo una voz familiar a su espalda.
Micaela sintió cómo los recuerdos se abrían paso en su mente desgarrando su ya maltrecho espíritu. Temblaba y apenas sí le salió un hilo de voz.
—Está todo tan… La enredadera que cubría toda la fachada de piedra pintándola de verde está completamente seca y…
—Me volví loco —dijo Marcelo. —Desapareciste y nadie me dio una explicación. ¿Vive nuestro hijo?
—¿Lo sabías?
—Solo podía existir un motivo por el que te apartaran a ti y no a mí, el infame hijo del guardés.
—Mateo murió hace dos años en África, de unas fiebres endémicas de aquel continente. Llevaba diez años allí como misionero. Como ves, ya no queda nadie de la gran familia. Todos han muerto ya.
—Todos menos tú, Mica. ¿Te quedarás?
—Fui la primera en morir cuando me separaron de ti.
—El amor puede ser aún más devastador que el odio —susurró Marcelo.
—Ojalá pudiera odiarte —Micaela le taladró con la mirada mientras luchaba porque no se derramasen las rebosantes lágrimas de sus ojos. —Sí, me quedaré —dijo al fin, metiendo la llave en la cerradura del viejo portón.


13 abril 2014

Trazas de un sueño real

El día había despuntado raso y frío. La luminosidad de aquella mañana era perfecta para contemplar en toda su magnificencia y belleza aquel extraordinario paraje. La comisión de expertos que designara hacía ya dos años había hecho un excelente trabajo. Tanto arquitectos, canteros, astrólogos, etc., habían acertado plenamente en el emplazamiento escogido. Las inmediaciones de la Fuente de Blasco Sancho, al pie del Monte Abantos y junto a la pequeña aldea de El Escorial, era el lugar idóneo.
Desde la victoria cuatro años atrás en la Batalla de San Quintín el 10 de agosto, festividad de San Lorenzo, no pensaba en otra cosa. Aunque fue el posterior fallecimiento de su padre el detonante definitivo. Era indispensable disponer del mejor arquitecto y para ello se hizo  necesario y apremiante hacer volver a Madrid desde Roma a Juan Bautista de Toledo, nombrándole arquitecto real.
En medio de un remanso de paz, sentado sobre aquel pedregal granítico labrado en forma de asiento, observó jubiloso cómo se aproximaba el negro carruaje por el bacheado y polvoriento sendero. Frenados los caballos y tras unos breves segundos bajó, no sin dificultad, quien estaba esperando. 
—Mi apreciado Juan Bautista, acérquese y siéntese junto a nos —dijo con su habitual cortesía.
—Su católica majestad, hasta un trono para vos poseen estos bellos parajes —observó divertido el arquitecto real saludando con una protocolaria reverencia.
—Se preguntará por qué le he citado en este retirado lugar. Dígame, Bautista, ¿qué impresión le merecen estas tierras?
—Sin duda son muy hermosas, majestad.
—¿Tan hermosas como para construir sobre ellas el gran sueño de vuestro rey? Vos sabéis que os hice venir de lejos para realizar importantes obras reales de las que estoy gozosamente complacido. Pero es hoy, ante estas maravillosas tierras y ante Dios Nuestro Señor, cuando oficialmente le encomiendo a vos el diseño y construcción del que será llamado Real Monasterio de San Lorenzo. Será esta magna obra, mi apreciado Juan Bautista, la que a partir de ahora ocupe todo vuestro tiempo y atención.
—Majestad, no puede haber mayor honor para mí.
—El emperador y rey, mi señor y padre, remitió su deseo de descansar eternamente junto a la emperatriz y reina, mi señora y madre. Este nuevo monasterio que construiré asegurará el culto en torno a un panteón familiar donde poder darles sepultura, y con ellos, a todos sus descendientes.
—¿He de concebirlo pues como un templo, mi señor?
—Será mucho más que eso. Será concebido como una ciudad real, palaciega y monacal. Se destinará a basílica con un panteón dinástico y un monasterio oficiado por los monjes de San Jerónimo que recen por sus almas. También se designará a palacio real, biblioteca y seminario. Es mi deseo que, una vez concluido, sea considerado por su majestuosidad y grandeza como la octava maravilla del mundo.
—Así será, majestad. He de suponer que no careceré de medios para que tal fin se lleve a término.
—Como no podría ser de otro modo contaréis con todo lo necesario. El emplazamiento no puede ser mejor. Dispone de abundante caza y leña, un aire y unas aguas de extraordinaria calidad y buenas canteras de granito y pizarra.
—Excelente.
—¿Sabía vos que es en Madrid donde se halla el centro geográfico de la península? Le anuncio, pues será de gran interés para vos, que es mi intención y deseo cambiar la capitalidad del reino de la ciudad de Toledo a la de Madrid. Eso, le facilitará mucho las cosas.
—Sabia y práctica decisión, majestad. Presto empezaré a trabajar para poder entregarle a la mayor brevedad las primeras trazas de este su colosal monasterio.
—Vaya pues pensando en esta magna obra y tenga a buen seguro que mantendremos frecuentes entrevistas para confrontar nuestras respectivas ideas. A partir de hoy, buena parte de mi tiempo lo ocuparán la adquisición de terrenos y la contratación de los mejores especialistas. ¿Qué le parece Pedro de Tolosa como maestro de obras?
—No se me ocurre nadie mejor, majestad.
—Bien, hablaremos pues de todos esos detalles más adelante. Ahora, retírese y déjeme recogerme en soledad para dar gracias a Dios Nuestro Señor.

—Siempre a su disposición, su católica majestad —dijo el arquitecto real a la vez que se inclinaba ante su rey, Felipe II. 


03 abril 2014

Una decisión de altura

Las maniobras se ejecutaron con precisión y el enganche resultó impecable. El nuevo sistema automático de acoplamiento había sido un éxito. Restaba replegar el anillo de atraque, cerrar los pestillos para anclar el módulo a la estación y proceder a la apertura de la escotilla.
Al otro lado me esperaba el coronel Komarov. Vladímir, como insistió que le llamara desde el primer momento, era un hombre joven de amplia sonrisa. Estaba eufórico ante mi llegada y no lo disimuló. Después de ocho meses orbitando en solitario en aquella mole, la perspectiva de compartir el día a día con otro ser humano se le antojaba idílica.
Ambos estábamos ansiosos por completar todos aquellos primeros trámites y protocolos que justificaban nuestra presencia en aquel lugar. En cuanto acabamos con el último de ellos, el ruso, con su permanente sonrisa, me apremió para que conociera “su mansión”.
Mientras recorríamos en ingravidez los distintos módulos de la estación, me sorprendió un detalle que me resulto de gran extrañeza. Todo se me antojaba incomprensiblemente expedito. No fue hasta que llegamos al compartimento Tranquility  cuando fui consciente de lo que allí estaba sucediendo. Desperdigados sin orden ni concierto se acumulaban cientos, miles de piezas de la estación que Vladímir acopiaba como si de un gran tesoro se tratara. Su mirada me interrogaba anhelante ante mi expresión de sorpresa. Le sonreí, le di una palmada en la espalda y salí de aquella estancia fingiendo que todo estaba correcto.

¿Debía comunicar que el coronel Komanov mostraba claros síntomas de padecer el síndrome de Diógenes? Aunque no era mi primera misión, sí sería, con mucho, la más prolongada. Analicé la situación y consideré las posibles consecuencias de mi hipotética acción o inacción. Concluí que tanto Vladímir como yo teníamos un problema pero que Houston no tenía por qué saberlo.

Homenaje al cosmonauta soviético Vladímir Mijálovich Komarov, que perdió la vida en la nave Soyuz 1 el 24 de abril de 1967, convirtiéndose en el primer humano fallecido en una misión espacial.