Todos
permanecían sentados en las blancas sillas de resina colocadas a propósito
frente a una gran mesa presidencial. Decir todos
no es más que una manera de hablar, porque de los ciento cuarenta y seis, solo
veintiocho hicieron acto de presencia. Dos horas largas de discusiones, gritos
y alguna que otra amenaza velada terminaron, una vez más, en un silencio
sepulcral.
Aquel era el
momento más crítico de la congregación. Se precisaba un voluntario y, como cada
primavera, dicho cometido se convertía en el asunto más farragoso que solventar.
Nadie estaba dispuesto a enfrentarse a semejante misión y, menos aún, de manera
voluntaria. El espectáculo era incluso cómico. La mayoría de los presentes
miraban al suelo, otros esquivaban las miradas suplicantes que se lanzaban
desde la mesa presidencial y, los menos, animaban guasones a otros a
presentarse.
Había una manera
de salir de aquel atolladero. Mediante un sorteo. Se escribirían los nombres de
cada uno en pequeños trozos de papel, se removerían bien dentro de una bolsa y
una mano inocente sacaría uno de ellos. La drástica solución no gustó a nadie.
Aquello era a todas luces injusto. ¿Por qué no hacerlo con los nombres de los
ciento cuarenta y seis y no solo de los veintiocho presentes?
Los ánimos se
volvieron a caldear y las desavenencias y rencillas salieron de nuevo a
relucir. La atmósfera se volvió irrespirable y la oscuridad que hacía ya rato reinaba
en el exterior parecía querer instalarse en aquel lugar para quedarse.
Súbitamente se escuchó un tímido pero audible “¡De
acuerdo, lo haré yo!”. Todos callaron al unísono. Sabían que aquella era una
reacción desesperada ante tanta locura. Pero aquel insensato ya estaba atrapado
y por fin, la junta terminaba exitosa con un nuevo presidente de la comunidad
de vecinos hasta la próxima primavera.
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