Supuso que
sabría llegar sin problemas pero, tras treinta y cinco años, sus recuerdos
aparecían desdibujados. Siguió caminando junto al muro del ferrocarril hasta
llegar al paso a nivel. Atisbó a un lado y a otro y con sumo cuidado cruzó las
vías. Debía desviarse por el primer senderillo hasta el antiguo molino y desde
allí, bordear las nuevas vaquerizas. Su guía ocasional y dueño de la cantina de
la estación, le aseguró que a unos trescientos metros la encontraría. Y allí
estaba. Villahermosa. La gran casona
propiedad de sus antepasados desde tiempo inmemorial, agonizaba. Donde antaño
todo era felicidad y belleza, hoy rezumaba silencio y abandono.
—¿No parece la
misma, verdad? —dijo una voz familiar a su espalda.
Micaela sintió
cómo los recuerdos se abrían paso en su mente desgarrando su ya maltrecho espíritu.
Temblaba y apenas sí le salió un hilo de voz.
—Está todo tan…
La enredadera que cubría toda la fachada de piedra pintándola de verde está
completamente seca y…
—Me volví loco
—dijo Marcelo. —Desapareciste y nadie me dio una explicación. ¿Vive nuestro
hijo?
—¿Lo sabías?
—Solo podía
existir un motivo por el que te apartaran a ti y no a mí, el infame hijo del
guardés.
—Mateo murió
hace dos años en África, de unas fiebres endémicas de aquel continente. Llevaba
diez años allí como misionero. Como ves, ya no queda nadie de la gran familia.
Todos han muerto ya.
—Todos menos tú,
Mica. ¿Te quedarás?
—Fui la primera
en morir cuando me separaron de ti.
—El amor puede
ser aún más devastador que el odio —susurró Marcelo.
—Ojalá pudiera odiarte —Micaela le taladró con la
mirada mientras luchaba porque no se derramasen las rebosantes lágrimas de sus
ojos. —Sí, me quedaré —dijo al fin, metiendo la llave en la cerradura del viejo
portón.
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