26 junio 2016

Descabellada Victoria

—¡Corre! —Soltó sin preámbulos, casi sin aliento.

Me agarró del brazo y tiró de mí arrastrándome escaleras abajo hasta detenerse en seco bajo el estrecho ventanuco que daba al huerto.

—¿Lo ves, Eli? Otra vez está ahí, te digo que ese monstruo esconde algo —dijo apretando con fuerza mi escuálido brazo.

Odiaba que Vicki me vapulease a su antojo. Era cuatro años mayor que yo y desde que llegué al orfanato quiso adoptarme como su hermana pequeña. Y aunque me cuidaba y protegía, también hacía conmigo lo que le venía en gana. Las hermanas decían que si todavía seguía dentro era por su conducta reprobable, que las cosas serían muy distintas si se amansara y, sobre todo, si dejara de inventarse historias descabelladas.

El monstruo era el guarda del orfanato. Un hombre tosco y contrahecho al que Vicki hacía tiempo acristianó como Quasi. Insistía una y otra vez que las más pequeñas no eran adoptadas, que tanto él como sor Lorenza, la directora, aprovechaban el amparo de la noche para llevárselas, asesinarlas, y sepultar sus cuerpos tras el cobertizo del huerto.

—Claro, por eso la coliflor está tan asquerosa, porque la abonan con los cuerpos de las niñas que matan—dije socarronamente liberándome de su sujeción con un brusco movimiento.

Las hermanas me explicaron que Vicki se inventaba esas historias porque quería llamar la atención. Veía con frustración cómo las demás niñas eran adoptadas y ella no. Pero la realidad era que nunca veíamos partir a las que se marchaban. «Es mejor así, las despedidas crean traumas», afirmaban.

Llegó a escaparse muchas veces, aunque las hermanas o el guarda pronto daban con ella. Salvo en la última ocasión, que la trajo de vuelta la policía porque consiguió cruzar el bosque y llegar hasta la carretera. Ese era el verdadero objetivo de sus fugas, me aclaró, poder contar a la policía lo que pasaba en el orfanato, y pese a que no la escucharon con demasiado interés, sí husmearon un rato por la casona e hicieron algunas preguntas.

—Te puedes reír si quieres, pero escuché a uno de los policías cuchichear al otro algo sobre una red de tráfico de órganos de niños.

—Ya, y dime, ¿por qué a nosotras no nos matan y se quedan con nuestras tripas? —pregunté.

—Porque cuando yo llegué era demasiado mayor y no les servía. Y porque sabían que si tú desaparecías, yo no iba a dejar de hacer preguntas.

—¡Vete a la porra! —dije dándole la espalda para subir de nuevo la escalera.

A la mañana siguiente nos levantamos con la noticia de que Vicki se había vuelto a escapar. Algo extraño estaba sucediendo porque ella jamás se iría sin decírmelo antes. Pasaban las horas y el mutismo sobre su paradero me estaba asfixiando. Sabía que era absurdo y que me estaba dejando llevar por sus tonterías, pero a la hora de la siesta me levanté sin hacer ruido y me dirigí directamente hacia las escaleras.

De puntillas, asomada al ventanuco, observé cómo Quasi merodeaba sudoroso junto al cobertizo portando una vieja pala en una de sus manos. Mi corazón se desbocó impulsando sangre tan violentamente que sentí cómo las contracciones golpeaban mis oídos.

—¡A su habitación, inmediatamente! —La voz de sor Lorenza era neutra pero tajante, y su mirada glacial atravesándome, demoledora.

Esa noche era la primera vez que Vicki no dormía a mi lado y me sentía vulnerable. Dormitaba unos minutos y me despertaba sobresaltada buscando anhelante el bulto de su cuerpo en una cama que siempre se mostraba vacía.

Sumida en un estado de duermevela, al límite de abandonar y dejar en suspensión todos mis sentidos, distingo con espanto dos sombras moverse en la penumbra. Una se detiene y permanece inmóvil bajo el umbral de la puerta, la otra se desplaza con premura directa hacia mi cama. La silueta, cada vez más próxima, se va perfilando en mi retina hasta esbozar una figura colosal y contrahecha que me aborda presionando sobre mi nariz y boca un pañuelo húmedo y hediondo.

«¡Dios mío, Quasi! Vicki tenía…»

17 junio 2016

Principessa

El alba irrumpe por el este.  Gestado en las entrañas sombrías de la noche, el desasosiego se difumina enredado entre siluetas perfiladas que lo engullen. Animoso, empuja el disco a medio insertar en el CD. Turandot, de Puccini, le apasiona. Baja la ventanilla del coche y una ráfaga de aire cálido revuelve aún más su enmarañado cabello. Todo va sobre ruedas y se siente eufórico. Por fin, tras muchas vacilaciones e inseguridades, había hecho acopio del arrojo necesario para encarar sus sentimientos. Ahora ella era toda suya y viajaba junto a él.

Escucha ruidos y sonríe complacido. Su princesa ha despertado. Se enciende otro cigarrillo. El olor dulzón a cloroformo perdura en su mano. Los golpes y gemidos procedentes del maletero arrecian. Algo contrariado, pero sin mudar el gesto, sube al máximo el volumen de la música.

¡All'alba viiiincerò! ¡Vinceròooo! ¡Vinceeeerò!