28 octubre 2014

La condena que envuelve a un instante

Bajó del autobús y anduvo un trecho hasta tomar el desvío hacia la majada. Desde allí se podía vislumbrar, a lo lejos, buena parte del pueblo. Descender por la vereda del Torcido no era la mejor opción pero sí la más corta. Era una senda interminable y tortuosa destinada al ganado. Servía, además, para medir la resistencia y hombría de los zagales del pueblo. Junto a su hermano Tomás, había recorrido ese mismo camino en incontables ocasiones pero, esta vez, todo era distinto. Los años le pasaban factura y, lo que en su niñez significó juego y diversión, hoy se traducía en dolorosas ampollas para el alma y para unos pies poco habituados a tanto ajetreo.
Se descalzó e introdujo aliviado los pies en el exiguo arroyo que, en otros tiempos, aunque no para nadar, sí les sirvió para refrescarse. Absorto, arrancó un diente de león, brotando de su tallo truncado una pequeña lágrima lechosa. Recordó de inmediato cómo su abuela aplicaba ese jugo amargo a las pequeñas verrugas que crecían en el cuello de Tomás.
Llegó al fin. El asombro y el miedo se dibujaron en las caras de todos los que le vieron aparecer por el Torcido. Nada podía reprocharles. Pero ese miedo en sus ojos le laceraba el alma.
No entiende por qué lo hizo. Después de dos décadas sigue sin saber qué le llevó a cometer semejante atrocidad. ¿Celos, orgullo, codicia? Quizás una mezcla de todo aquello, junto al reparto injusto de las tierras de la abuela, fueron los que le empujaron a hundirle el hacha en la garganta.
Eso ya no importa. Lo importante es que ahora está allí. Lo primero que necesita hacer tras cumplir su condena es acercarse al cementerio para llevarle unas flores e implorarle el perdón a su añorado hermano Tomás.


21 octubre 2014

Reválida en el invierno de la vida

El agudo y repentino sonido del metal contra la loza hizo que diera un respingo en la silla. Era la segunda vez que el dichoso cuchillo se le escapaba de entre los dedos. Sentada en aquella vieja mesa, diseccionaba abstraída el engrudo carnoso y grasiento que le habían servido.
Cuando decidió volver a aquel lugar después de tanto tiempo, no imaginó encontrarlo todo igual. Todo menos lo que, antaño, fue conocido como el mejor pastel de carne de la ciudad. Las mesas y la barra del mesón se llenaban para saborearlo, acompañado siempre de su inseparable tazón de consomé. Un caldo exquisito que, en días de mucho frío como era ese, entonaba el cuerpo para el resto de la jornada. Pero tampoco el consomé que le arrojaron en la mesa era igual. Con seguridad, el agua de fregar tenía más sustancia que aquel insípido brebaje.
Todo lo demás estaba exactamente como lo recordaba. La única variante era el joven camarero que se mostraba tan hosco como su decrépito jefe y dueño del mesón. No sabía si le volvería a ver pero, allí estaba, refunfuñando tras la barra. Adolfo no la reconoció. Ni siquiera se molestó en mirarla cuando llegó. Pero ella sí lo hizo. Le encontró enjuto y arrugado, al igual que ella, pero sus ojos seguían desprendiendo la misma frialdad e inquina que ella recordaba.
Sin terminar el pastel, Carmen pidió la cuenta al camarero. Se enfundó los guantes, se ajustó la bufanda al cuello y se envolvió en su elegante abrigo. Antes de alcanzar la puerta se fijó en el espantoso cuadro que Adolfo se empeñó en comprar en Barcelona, durante su luna de miel.
Suspira aliviada. Su vida no ha sido feliz pero, tampoco desdichada, por eso sabe que hace cuarenta años tomó la decisión acertada. Abandonarle.  


14 octubre 2014

Jugarretas del rebelde caído

Dios sabe bien que no quería que ocurriese. Como todas las mañanas a las ocho menos cinco, Amelia traspasaba el portón de madera de la Iglesia de San Bartolomé. Llevaba haciéndolo desde poco después que partiese de misiones a Perú don Manuel, el antiguo párroco.
Una vez habituada al titilante resplandor de las velas, extendía su brazo hacia la pétrea pila y humedecía sus dedos en el agua purificadora, dirigiéndolos mecánicamente hacia su frente, pecho y hombros. Y, lentamente, como todas las mañanas, recorría los escasos metros que la separaban del primer banco frente al altar mayor.
No estaba en su mano que esa fuera una mañana más. Cuando marchaba para casa, ya con un pie fuera de la iglesia, Amelia fue abordada por el viejo sacristán urgiéndola para que entregara un par de gruesos cirios al nuevo párroco. No supo negarse y, nerviosa, se encaminó hacia la sacristía. Halló la puerta semiabierta y entró sin llamar. Lo primero que vio fue el torso fuerte y desnudo del padre Alejandro. Con el aguamanil en la mano, llenaba la jofaina de loza blanca con la clara intención de asearse. Al verla allí parada con los dos grandes cirios sonrió y, diligente, despojó de la pesada carga a su turbada feligresa.
El día en que se cumplían dos meses de aquel incidente, Amelia rezaba. Sabía que el siguiente movimiento del párroco era custodiar la sagrada forma en el viril que se hallaba frente a ella. Su cuerpo temblaba incontrolado. Esa turbación hacía que el reclinatorio donde descansaban sus rodillas vibrara. Tampoco esa mañana fue una mañana más. Por primera vez, el padre Alejandro desvió la mirada clavando en los suyos sus cálidos ojos ámbar. Fue una mirada perturbadora, poderosa. Una mirada tan fugaz como eterna. Horas después, don Alejandro desapareció para siempre. 


06 octubre 2014

Un desproporcionado sepelio para un mediocre

Nada más franquear el portal, un bofetón a rancio te sacudía, golpeando, incluso, a los moradores de aquel desvencijado lugar, tan decrépitos y rancios como el propio edificio. Siempre encontró la manera de evitarlos aunque, en alguna ocasión, pudo fisgonear agazapado el aspecto de alguno de ellos. Si sabían o no de su existencia, lo ignoraba. Él nunca se cruzó ni habló con ninguno de sus vecinos.

Conforme se ascendía en penumbras por la ajada escalera, los olores se abrazaban enmascarándose unos a otros haciendo imposible su identificación y enrareciendo, aún más, aquella atmósfera pútrida. Una vez alcanzado el último escalón, esa invisible envoltura infecta ya impregnaba por completo ropa y piel.

Su buhardilla no era ni olía mejor. Se trataba de un sórdido y húmedo cuchitril donde se había refugiado los últimos años. Una mísera covacha donde malvivía solo, mal dormía solo y, solo, se asilaba entre lienzos y pinceles.

Abarcando entre sus brazos un nutrido puñado de telas, recalaba a diario en una turística plaza donde, de tarde en tarde, conseguía vender alguna de sus obras. Unas obras tan mediocres como él mismo. Aun así, jamás maldijo su falta de talento. Era algo que no le atormentaba.

Esa madrugada llegó con el estómago vacío y rematadamente borracho. Esquivó el precinto amarillo que algún gracioso colocó a la entrada del portal, subió a gatas las escaleras, bebió un último trago y, embriagado por lo que le pareció un delicioso olor a tortilla, se dejó desplomar sobre el cochambroso jergón.

No fue el rugido de un león lo que le despertó. Apenas sí fue consciente de que las vigas de madera se desplomaban sobre él y el edificio entero, como un leviatán, le engullía arrastrándole hacia el abismo. Nadie le echó en falta. Murió acorde a como quiso vivir. Solo.