29 septiembre 2014

Meras conjeturas

Tanto en los meses de verano, como en Semana Santa, aquello era un sin parar. Temieron que la construcción de la nueva autovía les perjudicara, sin embargo, no representó un descenso significativo en sus ventas. Los clientes de toda la vida, año tras año, se desviaban por la antigua carretera para seguir comprando sus célebres empanadas.
Llevaban tiempo intentando coger las riendas de aquel asentado y boyante negocio pero, la tía Jacinta, ni abandonaba ni traspasaba su exitosa panadería. Estaban hartos y ya no sabían qué hacer con aquella mujer. Era una manipuladora y un mal bicho. Al final, y si no le ponían remedio, acabarían todos enfrentados. Con ochenta años, seguía apareciendo todas las mañanas por la panadería con actitud dominante, desprendiendo ese olor dulzón a loción de aceite de coco que tantas náuseas provocaba a todos.
Jacinta desapareció a finales de agosto. La buscaron por todas partes sin fortuna. Todas las sospechas recayeron sobre ellos. En el cuartelillo algo se olían cuando fueron a la panadería con una orden judicial para inspeccionar el horno. Lo hicieron a conciencia, comprobando cada rescoldo descubierto entre las cenizas. No hallaron nada.   
Durante un año las habladurías no cesaron. Si la autovía no acabó con la panadería, la extraña y sospechosa desaparición de la tía Jacinta lo haría. Los del pueblo dejaron de entrar a comprar y suponían que lo mismo harían los veraneantes.
Pero la noticia no trascendió. Un verano más, era un rosario de coches los que paraban para llevarse sus famosas empanadas. No daban abasto. Empanadas de atún, de chorizo…, la más solicitada, la de carne.
“Nos encanta la empanada de carne y todos los años la compramos. La que llevamos el último verano estaba especialmente exquisita, ¿habéis cambiado la receta?” Fue el comentario más repetido por los clientes.


22 septiembre 2014

De antropófagos y tontunas

El caso es que estaba a gusto. Lo que escamaba al Espantapájaros eran las miradas ávidas de aquellas singulares gentes.
Paulino nunca tuvo muchas luces. Con seis años se subió al campanario de la Iglesia de San Saturio para, según su posterior y convulsa explicación, espantar a las cigüeñas. Objetivo que logró gracias al estruendo que provocó su monumental batacazo.
Están los que afirman que fue aquella tontuna la que agravó su ya sobresaliente carencia de luces. Los más pensamos que, gracias a ella, al chico se le colocó algo la mollera permitiéndole, mal que bien, subsistir.
Si todos los tontos tienen suerte, Paulino no iba a ser la excepción. En una de sus interminables jornadas ganduleando en la tasca de Herminio y, apurando para ello al máximo todas sus entendederas, rellenó y selló un boleto de la primitiva que resultó premiado. Huelga decir que le salieron amigos hasta de debajo de las piedras llegados, en su mayoría, de sucursales bancarias de toda la provincia que le urgían a invertir los muchos cuartos ganados.
Pero pasaba el tiempo y Paulino seguía sin sacar un solo billete del apolillado colchón. No fue, hasta pasados cinco años, cuando Braulio le habló de una república en el Amazonas donde vivían tribus cuyas mozas iban desnudas y donde, practicando magia, conseguían atraer la lluvia a placer. A Paulino se le abrieron los ojos de par en par. Días después, vació el colchón, hizo la maleta y se marchó.
Tras una intrincada exploración, consiguió dar con una de aquellas tribus. Sus féminas nadaban despreocupadas en el gran río. Se acercó hacia ellas exultante. Minutos después estaba allí, chapoteando en una especie de gran puchero, con el agua cada vez más calentita y con aquellas buenas gentes alrededor escudriñándole con esa extraña expresión en los ojos.


15 septiembre 2014

El Latino

Castrolobos era una aldea minúscula apartada del mundanal ruido en cuyas callejuelas sin asfaltar reinaba la tranquilidad. En honor a la verdad, era el aburrimiento más recalcitrante lo que imperaba entre sus casas ancestrales de piedra, madera y pizarra. El alguacil, el médico y el cura, eran compartidos con otros cuatro pueblos aledaños. Suyos eran, eso sí, el alcalde y el tonto del pueblo. El alcalde, el tonto y el emprendedor.
Vicente, de buenas a primeras, levantó con sus propias manos una construcción de no más de seis metros de largo por cuatro de ancho, a la que, con una pretensión desmedida, llamó bar. Bautizándolo con el singular nombre de “Bar Latino”.
En cualquier otro lugar del planeta ese bar nunca hubiese funcionado. El carácter enrevesado de Vicente, al que llamábamos Prólix por su enorme parecido con el personaje de “El adivino” de Astérix y Obélix, provocaba todo tipo de tiranteces y malos rollos.
Hoy se me siguen saltando las lágrimas al recordar cómo un niño, de unos nueve años, estuvo aferrado durante media hora a su mugrienta barra, con un duro en la mano, intentando sin éxito que le hiciese caso y le vendiese un chupachús. Un parroquiano que se dio cuenta llamó a Vicente y, en cuanto le tuvo enfrente, le preguntó al chiquillo qué es lo que quería. A lo que el indignado niño contestó a voz en grito y mirando a su enemigo directamente a los ojos. ¡Qué se meta Vicente el chupachús por el culo!
Pero, pese a Prólix, a sus sillas incómodas, a su barra pringosa y a su letrina siempre negra y maloliente, el “Latino” se consolidó como la mejor, y única, opción lúdica de la aldea. Es allí, entre chascarrillos, chismorreos y mugre, donde guardo buena parte de mis más apreciados recuerdos.


09 septiembre 2014

Anam Cara

Conforme se acercaba el día, los demonios del desconsuelo despertaban y se arremolinaban alrededor de mi mente acechándola. El tiempo no es más que un atroz y tiránico invento creado para esclavizarnos. Eso, al menos, es lo que me repetía una y otra vez para no caer en el desaliento.
Aunque durante los últimos doce meses había llorado su ausencia amargamente, la inminente llegada del primer aniversario de su súbita partida me hacía presagiar lo peor. Faltaban dos días para, con entera certeza, caer en un lamentable estado de angustia, tristeza y abatimiento.
A pesar de mi más enérgico rechazo, el insomnio se instala en mi cama entre tinieblas convirtiéndose, noche tras noche, en mi más devoto e incondicional compañero. Tras muchos años de nexo, alcanzamos un consenso en el que, a ratos, debía abandonar manso mi lecho. Y esa misma noche, en una de esas ausencias, sucedió.
Caminábamos uno al lado del otro entre lo que parecían livianas nubes evanescentes. Nuestras almas, junto a los dedos invisibles de nuestras manos, se entrelazaron al unísono. Su cuerpo era etéreo, casi incorpóreo y, pese a ello, nunca antes había sido más él. Dijo que era plenamente dichoso y estaba donde tenía que estar, pero que, para poder seguir avanzando, debía dejarle marchar. Hablamos de los ángeles, siempre supe que era uno de ellos y reímos, reímos mucho.
Y llegó. El temido once de junio llegó. Miré sus fotos sin lástima ni congojas. Sin lágrimas. Un sutil manto de avenimiento y lucidez se extendió sobre mí como una delicada fragancia envolvente que sosegó mi espíritu. Y una sonrisa nacida de lo más profundo dejó su huella en mi rostro como despedida.