31 octubre 2016

Vuelo rasante por vía uno

No consigo respirar. En cada aspiración, el aire se queda paralizado a medio recorrido como si, consciente y por propia voluntad, se negase en rotundo a fluir hacia mis hambrientos pulmones. Según Atrévete a vivir sin anestesia, uno de mis sitios web preferidos, bien podría tratarse de ansiedad producida por estrés, bien podría hallarme en ese momento en que la vida te pilla de improviso y te zarandea bravía para ponerte en tu sitio. Eso, o como dice mi madre: «Si te dejaras de tanto interné ese y tanta máquina del demonio, y asomaras el morro a la calle y conocieras a gente, no parecerías cada vez más un despojo humano. Mi tesoro». Así que, con esos y otros muchos y avezados consejos acopiados de la red los últimos meses, no me ha quedado otra que aventurarme a volar y partir al mundo real en mi propia búsqueda.

No, no soy una persona valiente, ni mucho menos. Mi periplo, andanza, o espantada, que de las tres cosas hay, no significarán un cambio radical ni un giro de ciento ochenta grados en mi vida. No, mi intención es más bien modesta: tantear territorio desconocido, y si eso…

El verano se postra sumiso ante el inaplazable otoño y la mañana luce lluviosa. Sería esta una ocasión inmejorable para equiparme con el chubasquero amarillo que me compré online hace tres años si no fuera porque desde entonces he aumentado, al menos, tres tallas. Las nueve menos cuarto. En la estación no hay ni un alma. Mejor. Dejo mi recién estrenada mochila sobre los adoquines del arcén y doy tediosos paseos de un extremo a otro para hacer, sin demasiado éxito, más corta y llevadera la espera. Cuando al fin aparece el tren a lo lejos, sufro una fuerte conmoción interior. Se me antoja una fiera de hechuras hercúleas y su enérgica señal acústica dentellea mi, ya de por sí, pusilánime ánimo.

Todo yo quiere salir corriendo, pero ante mi desconcierto, mis pies toman la iniciativa y, acarreando con el resto del cuerpo, se dirigen ágiles a la escalerilla, la suben y me trasladan hasta el asiento más próximo a la entrada. No sé si son los nervios, o la panceta del desayuno, pero comienzo a sentir nauseas. Intento respirar hondo para tranquilizarme pero los malditos pulmones no se abren. Busco un pañuelo para quitarme el sudor de la cara y en medio de la maniobra me quedo observando a una mujer medio joven, medio no tan joven, agraciada en cualquier caso, que arrastra perdida su mirada por el paisaje llano y baldío que le muestra el cristal. Intuyo, sin fundamento alguno y al buen tuntún, que su tristeza está motivada por un desamor. Pobre. Devastador padecimiento debe ser ese. ¿Qué andaba yo buscando? ¡Ah, sí, el pañuelo!

Me sobresalta un hombre corpulento que se concreta de la nada y se sienta a menos de medio metro frente a mí. Este debía estar desayunando en el vagón cafetería. Prefiero pensar eso y no que acaba de levantarse de un retrete. Hace un gesto tosco con la cabeza y bufa un «buenas». Embutido en su deslucido traje, y sin esperar de mí contestación, despliega un periódico deportivo y lo coloca estratégicamente cubriendo su cabeza para que haga de parapeto entre ambos. Un gesto, por otra parte, que me alivia sobremanera. Aunque ahora ya no puedo verla, me ha parecido advertir en su cara un rictus agrio de amargura condensado de años. No tiene pinta de ser feliz y me da en la nariz que tampoco debe ser de los que hace felices a los que tiene alrededor. Puesto que mi avinagrado vecino mantiene bien afianzado el periódico con sus gruesas manazas delante de mi careto, aprovecho y leo por encima para entretenerme. ¡Increíble! ¿Será verdad? ¿Cinco le han caído al Barça?

¡En mala hora me dejé el iPhone 6 en casa! El primer punto de obligado cumplimiento en la guía definitiva de Viaja hacia dentro, de Atrévete a vivir sin anestesia, rezaba: «Despréndete de cualquier dispositivo con conexión a internet en esta nueva etapa de tu mayor y mejor viaje a ti mismo». ¡Ni a mi madre se le hubiese ocurrido semejante sandez! Siento taquicardia y mi pierna derecha comienza a moverse descontrolada en un tic nervioso. Intento respirar todo lo profundo que puedo pero, como me temía, se queda en eso, en intento.
Mareado y casi al borde de un vahído, advierto un detalle que provoca en mí estupor por lo descabellado. Al fondo del vagón, una pareja joven parece pelar la pava. Digo bien, parece. Ella, recostada sobre él, exhibe ufana escotazo mientras ronronea melindrosa a su oído. Por el brío con el que el pasajero de enfrente se da aire con el catálogo de Carrefour, diría que, al menos, los esfuerzos de la chica no caen en saco roto, ya que, simultáneamente, su despegado acompañante, está más entregado guiñando el ojo y poniendo morritos a mi menda lerenda.

«Se comunica a los señores viajeros que el tren efectuará su próxima parada en la estación…».

Aliviado, cruzo de andén para coger el primer tren en dirección contraria que me lleve de vuelta a casa. Definitivamente, salir al mundo real de otros ha hecho que me sienta mucho mejor porque he comprobado que, pese al ostracismo y los kilos de más, no vivo triste, ni amargado, ni en una mentira.

He dejado de sudar y el obstinado tic de la pierna ha desaparecido, respiro hondo y el aire irrumpe dócil dilatando al máximo mis pulmones. ¡Por fin! Saco de la mochila una bolsa extra grande de Ganchitos y, mientras la devoro y relamo mis dedos teñidos de naranja, me recreo imaginando las múltiples respuestas de admiración que recibiré cuando todos lean en el foro las experiencias vividas en este mi revelador viaje hacia mí mismo, exhortándoles encarecidamente, eso sí, a no hacer ni puñetero caso a la guía definitiva de Viaja hacia dentro, de Atrévete a vivir sin anestesia.


18 octubre 2016

La estancia

«¿Tienes hambre? ¡Caza!» Un bramido me arranca del aturdimiento. Impregnado de humedad y un nauseabundo hedor, escudriño la oscura estancia. Unos ojos centelleantes me observan delatándose. Me lanzo ávido. Atrapo la larga cola y estampo con fuerza su cuerpo peludo contra el portillo de la celda. «¡Hoy festín!» Vociferan burlescos.