27 enero 2015

El ilusionista

No reconoció el número que mostraba la pantalla cuando sonó el móvil. Hacía mucho tiempo que lo había borrado de la memoria. De la del teléfono también. Su voz, aflautada y serena, provocó en ella un maremágnum de reacciones químicas desbocándose incontroladas por los intrincados vericuetos de su cerebro. Su corazón, al galope, impulsaba tanta sangre y tan rápido que sintió cómo las contracciones golpeaban sus oídos.
La última imagen que recordaba de él era la de un hábil ilusionista que desaparecía en el rellano de su casa, como por arte de magia, atravesando la pared. Antes de que concluyera la función definitiva, ella, su única espectadora, sintió un vacío insondable. El ascensor, en un acto final, devoró la ilusión que había brotado indómita pocos meses atrás.
Colgó el teléfono y se recostó en la cama. Estaba mareada y tenía bloqueada la mente. Los minutos pasaban y sus ojos seguían vagando ausentes por el techo beige del dormitorio. ¿Por qué pintaría el techo de beige y no de blanco como se pintan todos los techos? ¿Por qué tenía que llamar precisamente ahora?
Habían quedado esa misma noche para verse y hablar. A las nueve menos cinco le vio llegar y aparcar bajo su ventana, cinco pisos más abajo. Era una noche gélida de invierno y la calle estaba desierta. El alumbrado público estaba apagado, infundiendo mayor perturbación al inminente encuentro.
Él esperaba en el interior del coche. Los faros encendidos la deslumbraron. Su corazón volvió a desbocarse sin control conforme se iba acercando. Llegó a la altura de la puerta pero no paró. Siguió caminando. Bendijo aquel oportuno apagón que le impidió ver su rostro. Esta vez sus intensos ojos miel no podrían atraparla. Ahora era ella quien atravesaba la noche en busca de una nueva esperanza, bajando, definitivamente, un grueso telón.

11 enero 2015

Un momento dulce

Setenta. Quizás setenta y uno. Igual daba uno más que uno menos. Los había contado por contar. Era la primera vez en los muchos años que llevaba viviendo en esa casa que el membrillo daba tantos frutos. Por lo general, no pasaban de cuatro o cinco. Y, cada año, Raquel le decía terminante que era una lástima que no diese más para así poder hacer dulce de membrillo. A él le encanta el dulce de membrillo.
Cuando hace buen tiempo, a Martín le gusta salir al jardín y relajarse suspendido en aquel fantástico invento sujeto a las columnas del porche. Tumbado cuan largo es en el espectacular chinchorro de vivos colores que le trajo su hermano de su viaje por la Península de la Guajira, intenta imaginar la excusa que habría alegado Raquel al ver tanto membrillo junto. Ella es de ese tipo de personas que siempre está dispuesta a hacer las cosas cuando de antemano sabe que, por una razón u otra, no se van a poder llevar a cabo.
Al pensar en Raquel le asalta a la memoria lo que su abuela le repitiera machaconamente hace ya tantos años. “Hijo, tú déjate de amoríos y estudia. Estudia mucho para que el día de mañana puedas comprarte una buena casa y buenas viandas. Las mujeres, van y vienen.”
No había hecho caso ni de una cosa ni de la otra y, aun así, no le había ido nada mal. Pese a todo, Raquel le abandonó. Es ahora a otro infeliz al que estará gritando colérica, con esos gritos irritantes que, todavía hoy, resuenan en su cabeza.
Raquel no es más que un fantasma, una sombra que languidece. Animoso se levanta y, dirigiéndose al frondoso arbusto, cosecha uno a uno sus frutos dorados. Sabe que ese va a ser un otoño muy dulce.