26 marzo 2014

Los bastardos

—¿Ves a aquel hombre de ahí, el alto que lleva la bolsa de deporte negra? Es uno de ellos. Lleva años persiguiéndome para matarme. Nunca encajaron que les abandonase, además, piensan que fui yo quien les traicionó. Pero no es verdad. Muchos abandonaron el grupo, no solo yo, no fue culpa nuestra que poco después les detuvieran a todos.
—Ya.
—¿Te importa si me quedo aquí contigo? Estoy muy asustado.
—No, no, claro.
—Sé que me matarán. Todos me evitan porque piensan que estoy loco. Te agradezco que me escuches y que no salgas huyendo. Desde el primer momento he sabido que tú me creerías, porque tú me crees, ¿verdad?
—Sí, sí, claro, pero lo siento en el alma, tengo que marcharme ya. —dice María sonriendo.
Cuando se levanta se da cuenta que no hay nadie alrededor. Los que antes la rodeaban ahora la observan de soslayo desde cierta distancia. Mientras espera a que se abran las puertas se pregunta por qué puñetas la elegirán a ella. Debe tener un imán porque no es la primera vez que le ocurre. Parece todo tan irracional y absurdo.
Por fin se abren las puertas y, aunque sale apresurada, no puede evitar detenerse y mirar hacia atrás. A través del cristal ve cómo aquel hombre mantiene clavados sobre ella unos ojos cargados de ansiedad. Casi sin darse cuenta le sonríe y hace un leve gesto con la mano para despedirse. Siente cómo se le forma un nudo en el estómago mientras contempla desde el andén al último vagón del metro desaparecer entre las oscuras fauces del túnel.

No sabe quién es, ni si su historia es real, lo que sí sabe es que es otro hijo bastardo más de esta despiadada sociedad. Un incómodo invisible que, también para ella, pronto pasará al olvido.


20 marzo 2014

Contacto inesperado

La auditoría contable de la empresa había sido favorable y eso se convertía en una inmejorable excusa para una celebración. Además de socios, los cuatro eran amigos desde la infancia.
Todos conocían aquel chalet desde hacía tiempo. Se trataba de una coqueta casa de dos plantas cuyo aspecto exterior llamaba la atención de todos aquellos que miraban a través de la puerta calada del jardín. En él habían celebrado cumpleaños, barbacoas… Lo que nunca había hecho ninguno era atreverse a pasar allí la noche. Todos, alguna vez, habían sentido cosas extrañas en ese lugar. Comerían y pasarían la tarde charlando y jugando a cualquiera de los juegos de mesa que tanto les divertía.
Eugenio se encargó de ir a buscar “La fuga de Colditz”, su favorito, al armario donde se apilaban decenas de juegos. Fue allí donde la vio. Sin pensárselo dos veces la plantó sobre la mesa ante la sorpresa de todos. —Qué os parece, ¿voy a por un vaso? —dijo mientras caminaba ya hacia la cocina.
Tras años en el olvido, la vieja tabla de Ouija volvía a la acción. Pusieron en marcha la grabadora y comenzaron la sesión. Después de media hora intentándolo el vaso no se deslizó ni un centímetro. Rendido, Miguel rebobinó la cinta de la grabadora y presionó el botón de play.
Los enloquecedores ruidos y desgarradores gritos que se escucharon parecían salidos del mismo infierno. Una voz afilada y hueca se abrió paso entre aquel pandemónium colérico. “Vuestras almas me corresponden, en cuanto os quedéis a oscuras me las cobraré”.

El terror se les adhirió de tal manera que nunca más volvieron a ser los mismos. Los días los pasaban como zombis y las noches… La luz violentaba sus noches convirtiéndolas en días para no caer en la oscuridad que sabían, les engulliría.


12 marzo 2014

Mal rollo

Todo había acabado. Tras unos vagos y vanos argumentos, en realidad excusas grotescas y mentiras mezquinas, se agazapó quien, hasta hace escasos minutos había sido su centro de gravedad, su dios.
Respiraba, sí, pero estaba muerta. Un tiro en la nuca no habría sido más cobarde, ni más letal. El tiempo mudó, se ralentizó. Su percepción del mismo había cambiado pero seguía avanzando imparable. ¿Cómo era posible que el mundo continuara en movimiento?
Recogió y amontonó en bolsas las pocas pertenencias reunidas en los últimos quince años junto a él. Por su parte no hubo palabras. Se aferró a un silencio asfixiante y demoledor. Tampoco hubo reproches ni despedidas. Sin mirarle, cerró la puerta tras de sí.
Bajaba ya las escaleras hacia el portal cuando él la llamó a su espalda. Se había olvidado encima de la mesa de la cocina su bolso y se lo llevaba junto a un gran paquete de rollos de papel higiénico. Con una sonrisa estúpida se lo ofreció diciendo que se lo llevara porque eran demasiados para él. En la última compra online pidieron tres de esos enormes paquetes de treinta y seis rollos, más cuatro de regalo, porque estaban de oferta. ¡Qué gran muestra de generosidad y gratitud para con ella! Toda una ofrenda a la altura de su miserable e indigente catadura moral.
Con el voluminoso paquete a cuestas y la corrosiva tristeza mordiéndola por dentro traspasó el umbral de aquella última puerta que la liberaba. Tendría que vivir un tiempo sepultada bajo el fango codeándose con sus demonios, pero resurgiría.
Y así fue. El tiempo soldó las esquirlas de su alma y la fortaleció. Hoy por hoy, piensa con ironía, no hubiese cargado con aquel paquete. Hoy sabría, sin titubear, por dónde meterle los cuarenta rollos de papel a ese desgraciado.

07 marzo 2014

El hombre invisible

Nació un tórrido miércoles de agosto a las quince y quince de la tarde. Tuvieron que programar y provocar el parto porque, según su madre, se sentía tan cómodo en su interior que, a punto ya de cumplir los diez meses de gestación, no daba señal alguna de querer ver la luz. Él decía que no era una cuestión de comodidad, sino de pánico. Comentario que, a lo largo de su vida, suscitó muchas risas y nadie tomó nunca en serio. Ya no dice nada, pero si por él fuera, hoy, a sus cuarenta y cuatro años, todavía seguiría allí dentro si esos cabritos no le hubiesen obligado a salir.
Le bautizaron con el nombre de José Mariano, pero jamás fue llamado así, siempre fue Pepe, a secas. Tercero de cinco hermanos, tuvo que arreglárselas muy pronto para encontrar su sitio. Difícil empresa pues, bien sus padres, bien sus abuelos, balanceaban ese sitio de un lado a otro según les convenía en cada momento. Unas veces su sitio estaba entre “los mayores” y otras, por el contrario, entre “los pequeños”. Esas inconcreciones le marcaron y mucho. Se podría decir que su vida estaba marcada por la medianía y, a fuerza de concesiones, se fue forjando un carácter anodino y gris.
No solo no destacaba nada en su personalidad, tampoco en su aspecto físico había nada destacable. De ojos oscuros y escaso pelo castaño, no era ni guapo ni feo. Su complexión era normal, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Digamos que era tan insustancial que pasaba desapercibido en cualquier lugar. Nadie parecía advertir su insignificante presencia.
Sabe cuándo comenzó todo, pero desconoce, o prefiere desconocer, por qué comenzó. Llevaba trabajando de maquinista en el metro desde hacía veintiún años. Le gustaba su trabajo. Allí, entre las oscuras entrañas de la tierra se sentía seguro. Era como hallarse en un gran útero materno. Una tarde le anunciaron que, por motivos estrictamente estructurales, debían reducirle la jornada laboral a veinte horas semanales. A partir de ese momento su horario sería de cuatro a ocho de la tarde, de lunes a viernes.
A la mañana siguiente, sin nada mejor que hacer, deambuló durante varias horas por el Parque del Retiro. Hacía tanto tiempo que no variaba ni un ápice su rutina que se sentía algo desorientado. De regreso a casa, observó cómo una anciana se paraba junto a un banco y apoyaba sobre él unas bolsas con la compra. Solícito, se ofreció para acompañarla a su casa portando las pesadas bolsas. La mujer aceptó agradecida. Una vez en la humilde y lóbrega cocina, soltó la carga y sin motivo aparente, cogió el primoroso paño blanco que colgaba de un gancho y estranguló a la mujer. Salió de la casa temblando, con el paño en las manos y con la imagen de la horrorizada mirada de su víctima clavada en su retina.
Los días posteriores no salió de casa más que para encapsularse en su pequeña cabina del metro. Esperaba manso con la absoluta certeza de que, en cualquier momento, aparecería la policía para llevárselo detenido. No fue así. Nadie se presentó. Y tres semanas después, con sus fantasmas contenidos, volvió a deambular por las calles de la gran ciudad. Salir con un calzado cómodo y el primoroso paño blanco en el bolsillo del abrigo se convirtió a partir de entonces en su nueva rutina. Dejaría que su mediocre existencia y la indiferencia que provocaba en los demás jugaran, por fin, a su favor.
Cada vez que ese paño oprimía un cuello, le venían a la memoria las palabras que le dijera hace una eternidad Manoli; la única novia que tuvo y con la que no estuvo más allá de ocho meses de relaciones. “Pepe, no quiero seguir más contigo. Tu sonrisa es tan glacial que no me gusta que sonrías. Me das miedo. Me da miedo tu mirada, tus ojos están vacíos y muertos, son como los ojos de un tiburón.” Nunca nadie le dijo algo así. Ni tampoco él hizo mención a nadie de las palabras que recibió, mucho menos aún a su madre, porque sabía muy bien que, como siempre, hubiesen sido una excelente excusa para ridiculizarle.