La auditoría contable de la empresa había sido
favorable y eso se convertía en una inmejorable excusa para una celebración. Además
de socios, los cuatro eran amigos desde la infancia.
Todos
conocían aquel chalet desde hacía tiempo. Se trataba de una coqueta casa de dos
plantas cuyo aspecto exterior llamaba la atención de todos aquellos que miraban
a través de la puerta calada del jardín. En él habían celebrado cumpleaños,
barbacoas… Lo que nunca había hecho ninguno era atreverse a pasar allí la
noche. Todos, alguna vez, habían sentido cosas extrañas en ese lugar. Comerían
y pasarían la tarde charlando y jugando a cualquiera de los juegos de mesa que
tanto les divertía.
Eugenio se
encargó de ir a buscar “La fuga de Colditz”, su favorito, al armario donde se
apilaban decenas de juegos. Fue allí donde la vio. Sin pensárselo dos veces la
plantó sobre la mesa ante la sorpresa de todos. —Qué os parece, ¿voy a por un
vaso? —dijo mientras caminaba ya hacia la cocina.
Tras años
en el olvido, la vieja tabla de Ouija
volvía a la acción. Pusieron en marcha la grabadora y comenzaron la sesión.
Después de media hora intentándolo el vaso no se deslizó ni un centímetro.
Rendido, Miguel rebobinó la cinta de la grabadora y presionó el botón de play.
Los
enloquecedores ruidos y desgarradores gritos que se escucharon parecían salidos
del mismo infierno. Una voz afilada y hueca se abrió paso entre aquel
pandemónium colérico. “Vuestras almas me
corresponden, en cuanto os quedéis a oscuras me las cobraré”.
El terror
se les adhirió de tal manera que nunca más volvieron a ser los mismos. Los días
los pasaban como zombis y las noches… La luz violentaba sus noches convirtiéndolas
en días para no caer en la oscuridad que sabían, les engulliría.
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