20 marzo 2014

Contacto inesperado

La auditoría contable de la empresa había sido favorable y eso se convertía en una inmejorable excusa para una celebración. Además de socios, los cuatro eran amigos desde la infancia.
Todos conocían aquel chalet desde hacía tiempo. Se trataba de una coqueta casa de dos plantas cuyo aspecto exterior llamaba la atención de todos aquellos que miraban a través de la puerta calada del jardín. En él habían celebrado cumpleaños, barbacoas… Lo que nunca había hecho ninguno era atreverse a pasar allí la noche. Todos, alguna vez, habían sentido cosas extrañas en ese lugar. Comerían y pasarían la tarde charlando y jugando a cualquiera de los juegos de mesa que tanto les divertía.
Eugenio se encargó de ir a buscar “La fuga de Colditz”, su favorito, al armario donde se apilaban decenas de juegos. Fue allí donde la vio. Sin pensárselo dos veces la plantó sobre la mesa ante la sorpresa de todos. —Qué os parece, ¿voy a por un vaso? —dijo mientras caminaba ya hacia la cocina.
Tras años en el olvido, la vieja tabla de Ouija volvía a la acción. Pusieron en marcha la grabadora y comenzaron la sesión. Después de media hora intentándolo el vaso no se deslizó ni un centímetro. Rendido, Miguel rebobinó la cinta de la grabadora y presionó el botón de play.
Los enloquecedores ruidos y desgarradores gritos que se escucharon parecían salidos del mismo infierno. Una voz afilada y hueca se abrió paso entre aquel pandemónium colérico. “Vuestras almas me corresponden, en cuanto os quedéis a oscuras me las cobraré”.

El terror se les adhirió de tal manera que nunca más volvieron a ser los mismos. Los días los pasaban como zombis y las noches… La luz violentaba sus noches convirtiéndolas en días para no caer en la oscuridad que sabían, les engulliría.


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