26 marzo 2014

Los bastardos

—¿Ves a aquel hombre de ahí, el alto que lleva la bolsa de deporte negra? Es uno de ellos. Lleva años persiguiéndome para matarme. Nunca encajaron que les abandonase, además, piensan que fui yo quien les traicionó. Pero no es verdad. Muchos abandonaron el grupo, no solo yo, no fue culpa nuestra que poco después les detuvieran a todos.
—Ya.
—¿Te importa si me quedo aquí contigo? Estoy muy asustado.
—No, no, claro.
—Sé que me matarán. Todos me evitan porque piensan que estoy loco. Te agradezco que me escuches y que no salgas huyendo. Desde el primer momento he sabido que tú me creerías, porque tú me crees, ¿verdad?
—Sí, sí, claro, pero lo siento en el alma, tengo que marcharme ya. —dice María sonriendo.
Cuando se levanta se da cuenta que no hay nadie alrededor. Los que antes la rodeaban ahora la observan de soslayo desde cierta distancia. Mientras espera a que se abran las puertas se pregunta por qué puñetas la elegirán a ella. Debe tener un imán porque no es la primera vez que le ocurre. Parece todo tan irracional y absurdo.
Por fin se abren las puertas y, aunque sale apresurada, no puede evitar detenerse y mirar hacia atrás. A través del cristal ve cómo aquel hombre mantiene clavados sobre ella unos ojos cargados de ansiedad. Casi sin darse cuenta le sonríe y hace un leve gesto con la mano para despedirse. Siente cómo se le forma un nudo en el estómago mientras contempla desde el andén al último vagón del metro desaparecer entre las oscuras fauces del túnel.

No sabe quién es, ni si su historia es real, lo que sí sabe es que es otro hijo bastardo más de esta despiadada sociedad. Un incómodo invisible que, también para ella, pronto pasará al olvido.


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