Todo había acabado. Tras unos vagos y
vanos argumentos, en realidad excusas grotescas y mentiras mezquinas, se
agazapó quien, hasta hace escasos minutos había sido su centro de gravedad, su
dios.
Respiraba, sí, pero estaba muerta. Un
tiro en la nuca no habría sido más cobarde, ni más letal. El tiempo mudó, se
ralentizó. Su percepción del mismo había cambiado pero seguía avanzando
imparable. ¿Cómo era posible que el mundo continuara en movimiento?
Recogió y amontonó en bolsas las
pocas pertenencias reunidas en los últimos quince años junto a él. Por su parte
no hubo palabras. Se aferró a un silencio asfixiante y demoledor. Tampoco hubo reproches
ni despedidas. Sin mirarle, cerró la puerta tras de sí.
Bajaba ya las escaleras hacia el
portal cuando él la llamó a su espalda. Se había olvidado encima de la mesa de
la cocina su bolso y se lo llevaba junto a un gran paquete de rollos de papel
higiénico. Con una sonrisa estúpida se lo ofreció diciendo que se lo llevara
porque eran demasiados para él. En la última compra online pidieron tres de
esos enormes paquetes de treinta y seis rollos, más cuatro de regalo, porque estaban
de oferta. ¡Qué gran muestra de generosidad y gratitud para con ella! Toda una
ofrenda a la altura de su miserable e indigente catadura moral.
Con el voluminoso paquete a cuestas y
la corrosiva tristeza mordiéndola por dentro traspasó el umbral de aquella
última puerta que la liberaba. Tendría que vivir un tiempo sepultada bajo el
fango codeándose con sus demonios, pero resurgiría.
Y así fue. El tiempo soldó las esquirlas de su alma y la fortaleció. Hoy por hoy, piensa con ironía, no hubiese cargado con aquel paquete. Hoy sabría, sin titubear, por dónde meterle los cuarenta rollos de papel a ese desgraciado.
Y así fue. El tiempo soldó las esquirlas de su alma y la fortaleció. Hoy por hoy, piensa con ironía, no hubiese cargado con aquel paquete. Hoy sabría, sin titubear, por dónde meterle los cuarenta rollos de papel a ese desgraciado.
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