Castrolobos era
una aldea minúscula apartada del mundanal ruido en cuyas callejuelas sin
asfaltar reinaba la tranquilidad. En honor a la verdad, era el aburrimiento más
recalcitrante lo que imperaba entre sus casas ancestrales de piedra, madera y
pizarra. El alguacil, el médico y el cura, eran compartidos con otros cuatro
pueblos aledaños. Suyos eran, eso sí, el alcalde y el tonto del pueblo. El
alcalde, el tonto y el emprendedor.
Vicente, de
buenas a primeras, levantó con sus propias manos una construcción de no más de
seis metros de largo por cuatro de ancho, a la que, con una pretensión
desmedida, llamó bar. Bautizándolo con el singular nombre de “Bar Latino”.
En cualquier
otro lugar del planeta ese bar nunca hubiese funcionado. El carácter enrevesado
de Vicente, al que llamábamos Prólix
por su enorme parecido con el personaje de “El adivino” de Astérix y Obélix,
provocaba todo tipo de tiranteces y malos rollos.
Hoy se me siguen
saltando las lágrimas al recordar cómo un niño, de unos nueve años, estuvo
aferrado durante media hora a su mugrienta barra, con un duro en la mano,
intentando sin éxito que le hiciese caso y le vendiese un chupachús. Un
parroquiano que se dio cuenta llamó a Vicente y, en cuanto le tuvo enfrente, le
preguntó al chiquillo qué es lo que quería. A lo que el indignado niño contestó
a voz en grito y mirando a su enemigo directamente a los ojos. ¡Qué se meta
Vicente el chupachús por el culo!
Pero, pese a Prólix, a sus sillas incómodas, a su
barra pringosa y a su letrina siempre negra y maloliente, el “Latino” se
consolidó como la mejor, y única, opción lúdica de la aldea. Es allí, entre chascarrillos,
chismorreos y mugre, donde guardo buena parte de mis más apreciados recuerdos.
Columbro que la foto es auténtica y tó :/
ResponderEliminarJajaja, columbras de vicio, ¡no se te escapa una!
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