15 septiembre 2014

El Latino

Castrolobos era una aldea minúscula apartada del mundanal ruido en cuyas callejuelas sin asfaltar reinaba la tranquilidad. En honor a la verdad, era el aburrimiento más recalcitrante lo que imperaba entre sus casas ancestrales de piedra, madera y pizarra. El alguacil, el médico y el cura, eran compartidos con otros cuatro pueblos aledaños. Suyos eran, eso sí, el alcalde y el tonto del pueblo. El alcalde, el tonto y el emprendedor.
Vicente, de buenas a primeras, levantó con sus propias manos una construcción de no más de seis metros de largo por cuatro de ancho, a la que, con una pretensión desmedida, llamó bar. Bautizándolo con el singular nombre de “Bar Latino”.
En cualquier otro lugar del planeta ese bar nunca hubiese funcionado. El carácter enrevesado de Vicente, al que llamábamos Prólix por su enorme parecido con el personaje de “El adivino” de Astérix y Obélix, provocaba todo tipo de tiranteces y malos rollos.
Hoy se me siguen saltando las lágrimas al recordar cómo un niño, de unos nueve años, estuvo aferrado durante media hora a su mugrienta barra, con un duro en la mano, intentando sin éxito que le hiciese caso y le vendiese un chupachús. Un parroquiano que se dio cuenta llamó a Vicente y, en cuanto le tuvo enfrente, le preguntó al chiquillo qué es lo que quería. A lo que el indignado niño contestó a voz en grito y mirando a su enemigo directamente a los ojos. ¡Qué se meta Vicente el chupachús por el culo!
Pero, pese a Prólix, a sus sillas incómodas, a su barra pringosa y a su letrina siempre negra y maloliente, el “Latino” se consolidó como la mejor, y única, opción lúdica de la aldea. Es allí, entre chascarrillos, chismorreos y mugre, donde guardo buena parte de mis más apreciados recuerdos.


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