Conforme se
acercaba el día, los demonios del desconsuelo despertaban y se arremolinaban
alrededor de mi mente acechándola. El tiempo no es más que un atroz y tiránico
invento creado para esclavizarnos. Eso, al menos, es lo que me repetía una y
otra vez para no caer en el desaliento.
Aunque durante
los últimos doce meses había llorado su ausencia amargamente, la inminente
llegada del primer aniversario de su súbita partida me hacía presagiar lo peor.
Faltaban dos días para, con entera certeza, caer en un lamentable estado de
angustia, tristeza y abatimiento.
A pesar de mi más enérgico
rechazo, el insomnio se instala en mi cama entre tinieblas convirtiéndose,
noche tras noche, en mi más devoto e incondicional compañero. Tras muchos años
de nexo, alcanzamos un consenso en el que, a ratos, debía abandonar manso mi
lecho. Y esa misma noche, en una de esas ausencias, sucedió.
Caminábamos uno
al lado del otro entre lo que parecían livianas nubes evanescentes. Nuestras almas,
junto a los dedos invisibles de nuestras manos, se entrelazaron al unísono. Su
cuerpo era etéreo, casi incorpóreo y, pese a ello, nunca antes había sido más
él. Dijo que era plenamente dichoso y estaba donde tenía que estar, pero que,
para poder seguir avanzando, debía dejarle marchar. Hablamos de los ángeles,
siempre supe que era uno de ellos y reímos, reímos mucho.
Y llegó. El temido once de junio llegó. Miré sus fotos sin lástima ni congojas. Sin lágrimas. Un sutil manto de avenimiento y lucidez se extendió sobre mí como una delicada fragancia envolvente que sosegó mi espíritu. Y una sonrisa nacida de lo más profundo dejó su huella en mi rostro como despedida.
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