Dios sabe bien
que no quería que ocurriese. Como todas las mañanas a las ocho menos cinco,
Amelia traspasaba el portón de madera de la Iglesia de San Bartolomé. Llevaba
haciéndolo desde poco después que partiese de misiones a Perú don Manuel, el
antiguo párroco.
Una vez habituada
al titilante resplandor de las velas, extendía su brazo hacia la pétrea pila y
humedecía sus dedos en el agua purificadora, dirigiéndolos mecánicamente hacia
su frente, pecho y hombros. Y, lentamente, como todas las mañanas, recorría los
escasos metros que la separaban del primer banco frente al altar mayor.
No estaba en su
mano que esa fuera una mañana más. Cuando marchaba para casa, ya con un pie
fuera de la iglesia, Amelia fue abordada por el viejo sacristán urgiéndola para
que entregara un par de gruesos cirios al nuevo párroco. No supo negarse y,
nerviosa, se encaminó hacia la sacristía. Halló la puerta semiabierta y entró
sin llamar. Lo primero que vio fue el torso fuerte y desnudo del padre
Alejandro. Con el aguamanil en la mano, llenaba la jofaina de loza blanca con
la clara intención de asearse. Al verla allí parada con los dos grandes cirios
sonrió y, diligente, despojó de la pesada carga a su turbada feligresa.
El día en que
se cumplían dos meses de aquel incidente, Amelia rezaba. Sabía que el siguiente
movimiento del párroco era custodiar la sagrada forma en el viril que se
hallaba frente a ella. Su cuerpo temblaba incontrolado. Esa turbación hacía que
el reclinatorio donde descansaban sus rodillas vibrara. Tampoco esa mañana fue una
mañana más. Por primera vez, el padre Alejandro desvió la mirada clavando en
los suyos sus cálidos ojos ámbar. Fue una mirada perturbadora, poderosa. Una
mirada tan fugaz como eterna. Horas después, don Alejandro desapareció para
siempre.
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