Nada más franquear el portal, un
bofetón a rancio te sacudía, golpeando, incluso, a los moradores de aquel
desvencijado lugar, tan decrépitos y rancios como el propio edificio. Siempre
encontró la manera de evitarlos aunque, en alguna ocasión, pudo fisgonear
agazapado el aspecto de alguno de ellos. Si sabían o no de su existencia, lo
ignoraba. Él nunca se cruzó ni habló con ninguno de sus vecinos.
Conforme se ascendía en penumbras
por la ajada escalera, los olores se abrazaban enmascarándose unos a otros
haciendo imposible su identificación y enrareciendo, aún más, aquella atmósfera
pútrida. Una vez alcanzado el último escalón, esa invisible envoltura infecta ya
impregnaba por completo ropa y piel.
Su buhardilla no era ni olía
mejor. Se trataba de un sórdido y húmedo cuchitril donde se había refugiado los
últimos años. Una mísera covacha donde malvivía solo, mal dormía solo y, solo,
se asilaba entre lienzos y pinceles.
Abarcando entre sus brazos un nutrido puñado de telas, recalaba a diario en una turística plaza donde, de tarde en tarde, conseguía vender alguna de sus obras. Unas obras tan mediocres como él mismo. Aun así, jamás maldijo su falta de talento. Era algo que no le atormentaba.
Abarcando entre sus brazos un nutrido puñado de telas, recalaba a diario en una turística plaza donde, de tarde en tarde, conseguía vender alguna de sus obras. Unas obras tan mediocres como él mismo. Aun así, jamás maldijo su falta de talento. Era algo que no le atormentaba.
Esa madrugada llegó con el
estómago vacío y rematadamente borracho. Esquivó el precinto amarillo que algún
gracioso colocó a la entrada del portal, subió a gatas las escaleras, bebió un
último trago y, embriagado por lo que le pareció un delicioso olor a tortilla,
se dejó desplomar sobre el cochambroso jergón.
No fue el rugido de un león lo
que le despertó. Apenas sí fue consciente de que las vigas de madera se
desplomaban sobre él y el edificio entero, como un leviatán, le engullía
arrastrándole hacia el abismo. Nadie le echó en falta. Murió acorde a como
quiso vivir. Solo.
Tu mediocre logró un enterramiento digno de un faraón egipcio. A cuántas pirámides habrá dejado pequeñas esta tumba. Muy buen relato.
ResponderEliminarLa vida tiene esas cosas, hasta un "mindundi" puede tener un final glorioso. Un placer tenerte por aquí.
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