El agudo y
repentino sonido del metal contra la loza hizo que diera un respingo en la
silla. Era la segunda vez que el dichoso cuchillo se le escapaba de entre los
dedos. Sentada en aquella vieja mesa, diseccionaba abstraída el engrudo carnoso
y grasiento que le habían servido.
Cuando decidió
volver a aquel lugar después de tanto tiempo, no imaginó encontrarlo todo
igual. Todo menos lo que, antaño, fue conocido como el mejor pastel de carne de
la ciudad. Las mesas y la barra del mesón se llenaban para saborearlo,
acompañado siempre de su inseparable tazón de consomé. Un caldo exquisito que,
en días de mucho frío como era ese, entonaba el cuerpo para el resto de la
jornada. Pero tampoco el consomé que le arrojaron en la mesa era igual. Con
seguridad, el agua de fregar tenía más sustancia que aquel insípido brebaje.
Todo lo demás
estaba exactamente como lo recordaba. La única variante era el joven camarero
que se mostraba tan hosco como su decrépito jefe y dueño del mesón. No sabía si
le volvería a ver pero, allí estaba, refunfuñando tras la barra. Adolfo no la
reconoció. Ni siquiera se molestó en mirarla cuando llegó. Pero ella sí lo hizo.
Le encontró enjuto y arrugado, al igual que ella, pero sus ojos seguían
desprendiendo la misma frialdad e inquina que ella recordaba.
Sin terminar el
pastel, Carmen pidió la cuenta al camarero. Se enfundó los guantes, se ajustó
la bufanda al cuello y se envolvió en su elegante abrigo. Antes de alcanzar la
puerta se fijó en el espantoso cuadro que Adolfo se empeñó en comprar en Barcelona,
durante su luna de miel.
Suspira aliviada.
Su vida no ha sido feliz pero, tampoco desdichada, por eso sabe que hace
cuarenta años tomó la decisión acertada. Abandonarle.
Hola, Matrio. ¡Qué buen lugar!
ResponderEliminarVoy a volver a darme una vuelta. Beso
Hola, Héctor.
ResponderEliminar¡Qué sorpresa y qué alegría verte por estos lares! Pásate cuando quieras, estás en tu casa. :) Por aquí siempre serás bien recibido. Un besazo.