—¿Nunca te hemos hablado de nuestro vecino el pianista? —me pregunta
Fernando con los ojos muy abiertos. —Imperdonable —dice mientras llena mi vaso
de albariño.
—Estudió químicas, pero decidió consagrar su vida a la música —me
explica—. Lo reseñable de nuestro vecino no es lo virtuoso que es al piano,
sino los recitales de orquesta y coros con los que nos ameniza cuando tiene
compañía. Los gritos de sus amantes y el estruendo de los muebles al golpear
con suelo y paredes son memorables.
Me cuenta que, de un tiempo a esta parte, ya no se oyen gritos ni
golpes, que el pianista del tercero centro debe estar en horas bajas.
—Hace unos días vinieron unas amigas a casa —comenta ahora Mar llenando
nuevamente mi vaso—. Nadine, parisina ella, llegó despotricando del ascensor. —¡Esto es hogogoso, este ascensoj es un
hogoj! —repetía exasperada. —Al día siguiente, el pianista me preguntó si
las chicas que subieron con él eran amigas mías. —¿Te refieres a Carol, una
chica que es de Murcia? —le solté sin pensar y sin sospechar que su interés se
centraba más en la bella y airada gala. — No, creo que de Murcia no eran —me
contestó visiblemente desalentado.
Entre un ataque de risa incontrolable ante la candidez de mi amiga y,
una nueva ronda del delicioso caldo, les recrimino, medio en broma, medio en
serio, haberme mantenido oculto a su portentoso vecino ¡Con lo que me gusta
gritar! A partir de ahora, convenimos, cada vez que fuera a visitarles utilizaría
el ascensor.
Horas después, pasadas ya las brumas del alcohol gallego, decidí seguir
subiendo y bajando por las escaleras. No por evitar el encuentro fortuito con
un hipotético amante en horas bajas, sino porque el ascensor de la casa de mis
amigos es un auténtico hogoj.
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