Estábamos
ilusionados y excitados. Poder pasar la primera noche los dos juntos y solos se
iba a convertir en la mayor aventura de nuestras vidas. Ya habíamos hecho ese
viaje a la sierra en más ocasiones pero, antes de las once de la noche, ya
estábamos de vuelta en casa.
Esta vez no
valdrían mentirijillas como que pasaría la tarde estudiando o que asistiría a
la triple sesión del Covacha para
ver, por enésima vez, el Muro de Pink Floyd. Pablo no tenía problemas pero, yo,
a mis quince años y siendo chica, debía planear mis mentiras con mucho cuidado
e imaginación.
El autobús nos
dejó en la plaza del pueblo. Procurando que no nos vieran y sin hacer ruido,
entramos en el pequeño chalet adosado de los padres de Pablo utilizando la
copia de las llaves que habíamos hecho hace meses en secreto. Una vez dentro,
no tardamos en dar rienda suelta a nuestro incombustible deseo. Los besos, las
caricias y las risas eran todo uno. Acariciar y explorar nuestros cuerpos nos
elevaba al cielo.
Cuando anocheció,
nos hicimos unos sándwiches, nos sentamos en el sofá y encendimos la
televisión. Desde la pequeña pantalla, completamente en negro, se escuchaban
unos pasos y el arranque de un motor. Segundos después, aparecía la puerta
exterior de un garaje como si la imagen la estuviese tomando el coche que salía
de él.
Ya era muy
tarde cuando El diablo sobre ruedas
terminó. La película nos dejó impactados. La oscuridad y el silencio en el que
estábamos inmersos tampoco ayudaron en nada. Lo que prometía ser una noche
mágica, en la que ambos perderíamos nuestra virginidad, se convirtió en un
hondo deseo de estar a salvo en nuestras casas de la ciudad. Abrazados, sin
apenas movernos ni respirar, pasamos la noche en vela. Solo con las primeras
luces del nuevo día conseguimos quedarnos dormidos. Cuando despertamos, todos
los fantasmas imaginarios que nos arruinaron la noche desaparecieron, volviendo
a nuestros juegos y risas.
A las siete de
la tarde salía el último autobús de vuelta pero decidimos regresar en el de las
seis. Ya nos quedamos en tierra en una ocasión al no quedar plazas libres.
Comprobamos que todo estaba como nos lo habíamos encontrado y, dejando el
adosado atrás, nos dirigimos hacia la parada del bus.
Llevábamos un
rato esperando cuando un coche rojo se paró junto a nosotros. Un hombre de
mediana edad bajó la ventanilla y nos ofreció llevarnos hasta la ciudad.
Aceptamos encantados. Nos ahorrábamos los billetes del autobús.
No habíamos
recorrido ni cinco kilómetros cuando, al tomar una curva cerrada, casi nos
salimos de la carretera. El chirrido de las ruedas nos encogió el corazón.
Nuestras miradas se buscaron llenas de terror e, instintivamente, nos cogimos
de las manos apretándolas con tanta fuerza que sentimos dolor. El conductor no
paraba de reír. Busqué su rostro a través del reflejo del espejo retrovisor. No
era el mismo que se asomó a la ventanilla invitándonos a subir. Ese nuevo rostro era terrorífico. Diabólico.
No tuve tiempo de chillar. De frente, a escasos metros, se materializó un coche
que se dirigía hacia nosotros a toda velocidad. Casi pude experimentar el
mortal impacto. Milagrosamente, nuestro piloto consiguió esquivarlo girando
bruscamente a la derecha. Intentó que las ruedas permanecieran dentro de la
calzada evitando que cayeran a un pequeño desnivel pero no lo consiguió, lo que
provocó que saliéramos despedidos dando aparatosas vueltas de campana.
En el primer
giro, Pablo y el conductor salieron expulsados por las ventanillas. Yo me quedé
en el interior vapuleada por las incesantes vueltas del vehículo hasta que paró
al fin, quedando con las ruedas boca arriba. Salí aturdida pero sin un rasguño.
Había mucho polvo y gente gritando por todas partes. No fui consciente de lo
que ocurría hasta que vi cómo trasladaban a Pablo en una camilla hasta una
ambulancia. Mis ojos se centraron horrorizados en el conductor. Había salido
disparado a tal velocidad hacia un camino que el rozamiento con la tierra le
desfiguró por completo el rostro. Al verle, no pude reprimir una náusea.
Cuando en el
hospital comprobaron que no presentaba ninguna lesión, me dieron la noticia.
Los demás ocupantes del coche habían fallecido. Me dijeron que llamara a mis
padres para que vinieran a recogerme mientras preparaban la ropa y pertenencias
de mi novio para que me las llevase. Con la mente llena de sombras llamé a casa
desde una cabina. Nadie contestó. El mismo resultado obtuve al llamar a casa de
Pablo.
Rozando la
medianoche, con una bolsa de plástico en una mano y, los zapatos empapados en
la sangre de Pablo en la otra, salí del hospital en busca de un taxi. Me subí
con la mirada perdida y susurré la dirección. El coche emprendió la marcha.
Cuanto más me acercaba hacia mi hogar, más sensación de seguridad sentía. A una
manzana de casa el taxista paró. Volviéndose hacia mí y, con voz estridente,
dijo: “Ahora sí. Ahora ya eres mía”. Echándose a reír. Esa mueca terrorífica
era la misma que vi reflejada antes del accidente. Había escapado de sus garras
y regresaba para reclamarme.
Un grito no
audible salió de mi garganta en el mismo instante en que mis padres, extrañados
de no encontrarme ya en casa, llamaban por teléfono a Pablo. Sentí que ardía
por dentro y, mis oídos, por fin, dejaron de oír su risa.
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