Ni un día tan
desapacible como aquel le haría renunciar. Había amanecido con una espesa niebla
que a esa hora de la tarde aún persistía. Sentado en el banco solitario de
siempre, esperaba. Sobre los globos traslúcidos de las farolas, ya encendidas,
se acumulaban millares de gotas diminutas que proporcionaban a la vaporosa y mortecina
luz un efecto mágico, casi irreal. La humedad que portaba aquella atmósfera algodonosa
empapaba sus ropas pero no su férreo e implacable ánimo. Encendió un cigarrillo
sin desviar la mirada de la puerta cerrada. El humo evanescente del tabaco se
encaramaba hacia el cielo fusionándose con la fría niebla. Ya casi era la hora.
Como cada tarde
desde hacía meses, un Ford Mondeo rojo aparcó frente al edificio. De él descendió
el hombre que le había robado todo lo que, hasta no hacía mucho, había sido
suyo. Su mujer, su casa, su vida entera ahora le pertenecían a él. Desearía
gritarle que gustosamente se lo entregaba todo. Todo, menos a ella.
El griterío le
pone alerta. No tardará en verla. Aquel extraño disimula y finge que no le ve
pero, como cada tarde, procurará dilatar la entrada de ella en el coche para
permitirle contemplarla un poco más. Le maldice pero le está agradecido por ello.
Cogida de su mano, su hija aparece riendo feliz. Camina a saltitos mientras
canta alguna nueva canción que le han enseñado en el cole.
Cuando el
Mondeo rojo desaparece entre la niebla, alza su mano en señal de despedida y
llora. Llora de alegría y de amargura. Hoy la ha vuelto a ver. A unos metros y
unos breves segundos pero, hoy la ha vuelto a ver. Mañana revivirá nuevamente
la misma esperanza y, tras ella, un día más, la pérdida y la punzada
desgarradora de una nueva despedida.
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