24 noviembre 2014

Velando entre sombras y silencios

Ni un día tan desapacible como aquel le haría renunciar. Había amanecido con una espesa niebla que a esa hora de la tarde aún persistía. Sentado en el banco solitario de siempre, esperaba. Sobre los globos traslúcidos de las farolas, ya encendidas, se acumulaban millares de gotas diminutas que proporcionaban a la vaporosa y mortecina luz un efecto mágico, casi irreal. La humedad que portaba aquella atmósfera algodonosa empapaba sus ropas pero no su férreo e implacable ánimo. Encendió un cigarrillo sin desviar la mirada de la puerta cerrada. El humo evanescente del tabaco se encaramaba hacia el cielo fusionándose con la fría niebla. Ya casi era la hora.
Como cada tarde desde hacía meses, un Ford Mondeo rojo aparcó frente al edificio. De él descendió el hombre que le había robado todo lo que, hasta no hacía mucho, había sido suyo. Su mujer, su casa, su vida entera ahora le pertenecían a él. Desearía gritarle que gustosamente se lo entregaba todo. Todo, menos a ella.
El griterío le pone alerta. No tardará en verla. Aquel extraño disimula y finge que no le ve pero, como cada tarde, procurará dilatar la entrada de ella en el coche para permitirle contemplarla un poco más. Le maldice pero le está agradecido por ello. Cogida de su mano, su hija aparece riendo feliz. Camina a saltitos mientras canta alguna nueva canción que le han enseñado en el cole.
Cuando el Mondeo rojo desaparece entre la niebla, alza su mano en señal de despedida y llora. Llora de alegría y de amargura. Hoy la ha vuelto a ver. A unos metros y unos breves segundos pero, hoy la ha vuelto a ver. Mañana revivirá nuevamente la misma esperanza y, tras ella, un día más, la pérdida y la punzada desgarradora de una nueva despedida.


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