Andrés Tena
Pulido, el doctor Tena, trabajaba en el hospital desde hacía más de ocho años.
Fue el primer miembro de su familia que pudo obtener un título universitario.
Tras el bachillerato, a pesar de ser muy buen estudiante, su padre ya le tenía
preparado un puesto de trabajo junto a él en los astilleros. No se podían
permitir que el chico estudiara.
Pero Andrés, a
falta de recursos y oportunidades, contaba con algo mucho más importante, su
vocación por la medicina. Y esa vocación le empujó y dirigió sus pasos hacia la
facultad. Trabajaba media jornada descargando camiones y el resto de su tiempo
lo dedicaba al estudio. Repartiéndolo entre la facultad y la biblioteca donde
tenía acceso gratuito a los libros.
Salir y conocer chicas, ni lo contemplaba. Todo ese esfuerzo tuvo su merecida
recompensa.
El doctor Tena
tenía fama de excéntrico. Arisco, impuntual y caótico, siempre desorganizaba el
guion o plan de cuidados preparado por enfermería para los pacientes. Hasta que
un día, de repente, todo cambió. Cada mañana aparecía antes de su hora, dicharachero
y oliendo a perfume. Pasó a ser la comidilla de la planta. Todos sospechaban
que Tena se había enamorado e intentaron tantearle para averiguar de quién, sin
obtener ningún éxito.
Desde hacía
días guardaba en el bolsillo de su bata blanca unos pendientes de filigrana en
oro que había comprado en la mejor joyería de la ciudad. Pensaba regalárselos a
la mujer que le había robado el corazón. No se atrevió y, la atractiva hija del
paciente de la cuatrocientos veinticuatro, lo único que llegó a recibir de
manos del doctor Tena fue el informe de alta de su padre.
A la mañana siguiente no hubo puntualidad, ni locuacidad, ni varoniles perfumes. Tras tres semanas, el caos volvió a la cuarta planta.
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