Ed llevaba
varios meses viviendo en Chicago por trabajo. Quería a Jeremy y la distancia le
había empujado con mayor decisión a querer formalizar su relación. Ya habían
hablado de boda pero sin ponerse de acuerdo. Jeremy quería celebrarla en Las
Vegas y él, en Chicago. La sorpresa de Jeremy iba a ser grandiosa cuando se
presentase en Nueva Orleans con dos billetes de avión destino a Las Vegas.
El albornoz beige fue lo primero que
vio Ed nada más llegar. Tirado sobre el suelo, parecía un animal atropellado en
medio del pasillo. Jeremy era un encanto pero, también, un auténtico desastre.
El apartamento estaba desordenado. Desordenado y vacío. Durante seis horas
estuvo esperando a Jeremy en vano. Su teléfono estaba abandonado sobre el
lavabo y nadie sabía nada de él. Se lo había tragado la tierra. Con un ataque
de ansiedad, Ed se presentó en comisaría.
Hasta pasadas
cuarenta y ocho horas no darían curso a la denuncia por desaparición. Ed no
entendía esa inoperancia y totalmente alterado increpó a la policía. Hasta ese
momento, nunca antes había pasado una noche en el calabozo.
Jeremy acababa
de salir de la ducha cuando sonó su teléfono. Llevaba días esperando esa
llamada. Por fin accedían a venderle el antiguo surtidor de gasolina que Ed
tanto deseaba. Sin pensárselo dos veces, alquiló una furgoneta y, a toda prisa,
dejó Nueva Orleans por la Interestatal 55 rumbo a San Luis.
Tras pasar la
noche en San Luis y, con el surtidor cargado en la furgoneta, Jeremy siguió por
la 55 dirección a Chicago. A través de Internet había hecho todos los
preparativos para la boda. Le pediría matrimonio y se casarían en Chicago como
quería Ed. Estaba deseando llegar para ver su cara. La sorpresa de Ed al verle
iba a ser grandiosa.
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