Los debo haber conservado en algún
lugar recóndito de mi cerebro. Ahora los recuerdos surgen espontáneos y
nítidos. Puedo percibir, incluso, ese tufillo a viejo y rancio mezclado con el
característico olor azucarado que tanto me cautivaba de aquel lugar.
No era una tienda al uso. Se trataba
de una pequeña casa adosada construida como vivienda social después de la
guerra y que, junto a las demás, formaba una larga hilera paralela al río.
Frente a ella estaba mi colegio.
Cuántas veces le había pedido permiso a Doña Vicenta para salir del colegio y
poder ir a comprar chucherías. Doña Vicenta supervisaba el comedor y vigilaba a
las alumnas que se quedaban a almorzar. Era una mujer mayor, posiblemente rondase
los sesenta o sesenta y cinco años, espigada y muy delgada. Esquelética. Su
pelo, completamente blanco, lo peinaba recogido en un elegante moño alto.
Mientras formábamos en fila, tocaba las palmas para que nos mantuviésemos en
orden y en silencio. Recuerdo sus larguísimas uñas con forma de garra siempre
pulcramente pintadas.
No era difícil engatusarla. Lo
primero que obteníamos de ella era un no pero, enseguida, nos guiñaba un ojo y
nos decía que solo teníamos un par de minutos. Entonces corríamos atropelladamente
hasta la casa. La casa de la pipera.
La pipera nunca tuvo nombre. Era una
anciana enjuta vestida enteramente de negro. Vendía toda clase de golosinas y
también, unos resecos cigarrillos mentolados sueltos que nos fumábamos a
escondidas en la ribera del río.
La decisión de
derribar todas aquellas casas bajas no era mía. Mía era la obligación de
ejecutarla y para eso me encontraba allí. Los recuerdos, por muy entrañables,
no podían detener el progreso. Un progreso que se traduce en millones de euros
a repartir una vez construidos los nuevos bloques de viviendas. Muchos
progresaremos.
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