23 diciembre 2014

Progresa adecuadamente

Los debo haber conservado en algún lugar recóndito de mi cerebro. Ahora los recuerdos surgen espontáneos y nítidos. Puedo percibir, incluso, ese tufillo a viejo y rancio mezclado con el característico olor azucarado que tanto me cautivaba de aquel lugar.
No era una tienda al uso. Se trataba de una pequeña casa adosada construida como vivienda social después de la guerra y que, junto a las demás, formaba una larga hilera paralela al río.
Frente a ella estaba mi colegio. Cuántas veces le había pedido permiso a Doña Vicenta para salir del colegio y poder ir a comprar chucherías. Doña Vicenta supervisaba el comedor y vigilaba a las alumnas que se quedaban a almorzar. Era una mujer mayor, posiblemente rondase los sesenta o sesenta y cinco años, espigada y muy delgada. Esquelética. Su pelo, completamente blanco, lo peinaba recogido en un elegante moño alto. Mientras formábamos en fila, tocaba las palmas para que nos mantuviésemos en orden y en silencio. Recuerdo sus larguísimas uñas con forma de garra siempre pulcramente pintadas.
No era difícil engatusarla. Lo primero que obteníamos de ella era un no pero, enseguida, nos guiñaba un ojo y nos decía que solo teníamos un par de minutos. Entonces corríamos atropelladamente hasta la casa. La casa de la pipera.
La pipera nunca tuvo nombre. Era una anciana enjuta vestida enteramente de negro. Vendía toda clase de golosinas y también, unos resecos cigarrillos mentolados sueltos que nos fumábamos a escondidas en la ribera del río.
La decisión de derribar todas aquellas casas bajas no era mía. Mía era la obligación de ejecutarla y para eso me encontraba allí. Los recuerdos, por muy entrañables, no podían detener el progreso. Un progreso que se traduce en millones de euros a repartir una vez construidos los nuevos bloques de viviendas. Muchos progresaremos.

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