Cinco meses.
Pronto cumpliremos cinco meses atrincherados aquí como ratas. Peor que ratas.
Los cadáveres se amontonan frente a las trincheras en pilas que alcanzan más de
un metro de altura. En cada intento de avance chocamos con los nidos de
ametralladoras y las alambradas de espino de los alemanes. Y los alemanes con
las nuestras. Los fusiles, las armas automáticas y la artillería pesada elevan
las bajas a cifras antes impensables.
La guerra, la
maldita gran guerra se ha convertido en una despiadada contienda de desgaste en
la que nos desangramos por igual en ambos bandos. Resistimos en condiciones
deplorables e inhumanas. Las trincheras son tan angostas que apenas nos cubren
ni dejan espacio para poder movernos. Caminamos agachados y con dificultad sobre un suelo embarrado por las inundaciones o duro y gélido por las continuas
heladas. Nos hacinamos unos contra otros para poder soportar el frío y la
humedad. Los piojos nos devoran. Las bombas, las balas, las alambradas, las
infecciones y el hambre nos están minando.
Ante tanta
demencia y monstruosidad, ante el despiadado salvajismo al que nos hemos
lanzado unos contra otros, anoche muchos volvimos a creer en el ser humano.
Sucedió algo verdaderamente asombroso. Lucía una luna resplandeciente y la
noche se presentó tan gélida como las anteriores. Los combates y los bombardeos
habían cesado. Reinaba una quietud inusual. Era la noche del veinticuatro de
diciembre y los pensamientos escapaban de aquella cruda y atroz realidad
recordando con nostalgia y en un sobrecogedor silencio nuestros lejanos
hogares.
Uno de los
soldados divisó extrañas luces que se encendían y apagaban en las trincheras
alemanas, a no más de cincuenta metros de distancia. Se corrió la voz y todos
acabamos observándolas y preguntándonos intrigados qué podría significar
aquello. No fue hasta las doce de la noche cuando escuchamos a los alemanes
cantar a lo lejos. Cantaban “Noche de paz”. Emocionados y aún atónitos,
aplaudimos con entusiasmo cuando terminaron de cantar y, contagiados por el espíritu
navideño de nuestros enemigos, respondimos uniéndonos también a los cánticos. Y
así pasamos la noche. Cuando un bando terminaba de cantar un villancico, el
otro aplaudía y vitoreaba.
Hoy, día de
Navidad, los alemanes han tomado la iniciativa y, ondeando una bandera blanca
en señal de paz, han abandonado su trinchera y se han dirigido a nuestro
encuentro. Lo mismo hemos hecho nosotros. Las intenciones eran claras,
juntarnos todos sin armas en tierra de nadie. Nos hemos estrechado las manos y
juntos hemos recogido los cadáveres de ambos bandos que yacían entre trinchera
y trinchera. Les hemos enterrado y celebrado un funeral conjunto por todos
ellos.
Hemos
confraternizado compartiendo historias y anécdotas. Incluso nos hemos hecho
fotos y nos hemos mostrado las de nuestras novias, esposas e hijos. También
hemos intercambiado algunas cosas. Los alemanes han compartido las raciones
dobles recién recibidas de pan, salchichas, alcohol y tabaco y nosotros, a
falta de víveres, les hemos ofrecido algunos de nuestros utensilios y
herramientas. Y así es cómo hemos sabido que, gracias al Káiser alemán
Guillermo II, al que se le ocurrió mandar abetos y luces de navidad para
levantar la moral de su ejército, hemos disfrutado en el frente de una breve
tregua en la navidad de mil novecientos catorce. Una tregua de navidad que no
impedirá que, como enemigos que dicen que somos, mañana sigamos matándonos como
alimañas.