06 febrero 2014

La trampilla

Todas las mañanas se arrastraba hasta la tienda a la misma hora. Las nueve en punto marcaba el viejo reloj del bisabuelo. Un reloj de pie de carillón de ciento cincuenta años de antigüedad, con su madera ya anciana y ajada pero con su maquinaria en perfecto estado. Siglo y medio dando puntualmente los cuartos, las medias y las horas. Ninguno de sus anteriores propietarios cuidó nunca de su aspecto exterior. Jamás se les ocurrió limpiar ni nutrir su noble madera, ni lustrar sus bellos adornos de bronce. Amable, como todos los días desde hacía ya treinta años, daba cuerda al reloj y recogía el mendrugo de pan y el exiguo pedazo de tocino que el bueno de Fermín, el de los ultramarinos, le dejaba todas las mañanas en el hueco de la pared; una especie de buzón que, antaño, servía como receptáculo para cartas y paquetes.
Treinta años viniendo a diario a la tienda de antigüedades y todavía recordaba como si fuese ayer el primer día que pisó aquel lúgubre lugar. Buscaba un local por la zona para su negocio cuando se encontró un cartel colgado en la puerta con la palabra “Regalado”. Negoció un precio más que bueno por él y dos días después de cerrar el trato recibió una carta en el estrafalario buzón. Desde que leyera aquel maldito trozo de papel no ha podido dejar de temblar ni un solo instante.
El anterior dueño le comunicaba que el escaso precio que había pagado por el local le podría salir muy caro. En el papel le anunciaba que, bajo la trastienda, se hallaba un ser demoníaco. Una aberración fruto de la lujuria. Un bastardo nacido con dos cabezas y cuatro brazos del vientre de su amante. Que, tras arrancar al engendro de los brazos de su madre, le encerró en el sótano para dejarle morir. Pero no murió, algo debió encontrar esa bestia ahí abajo para poder sobrevivir los últimos cinco años.
Amable, escéptico, pero llevado por la curiosidad, entró en la trastienda. A simple vista no se veía nada extraño. Era un lugar sombrío y pequeño, de no más de cinco metros cuadrados. Reparó en un trozo de moqueta gris que había en el suelo, la apartó y, ante sus ojos, hechos ya a la oscuridad, apareció una trampilla. La carta explicaba que el mecanismo de apertura de la trampilla era extremadamente complejo, había sido encargado a un experto cerrajero para que no pudiese abrirse salvo con una llave especial. Esa llave, además, abría una especie de ventanuco o mirilla por donde podría entrar aire fresco e incluso permitía introducir agua y alimentos. Usarla o no, lo dejaba a su criterio.
Despacio, introdujo la extraña llave que halló en el buzón y abrió la pequeña mirilla. Un hedor insoportable se adueñó del recinto y unos gritos lastimeros salieron de las profundidades helándole la sangre.
Hoy lo ha vuelto a intentar, pero una vez más, sin fortuna. El mecanismo de apertura de la mirilla no responde, se ha debido atascar o averiar y no hay manera de abrirla. Se prometió que si tras cuatro días no conseguía abrirla llamaría a un cerrajero. No podía dejar morir de hambre a… eso. Tras un último intento a la desesperada, y sin saber muy bien cómo, consiguió que la cerradura cediera. Abrió la mirilla y, salvo el pestilente hedor, no advirtió nada más. Escuchó muy atento pero de la trampilla no salía ni uno de los sonidos guturales que tantos años llevaba escuchando cuando diariamente abría esa maldita mirilla para lanzarle el mendrugo de pan y el tocino.
Amable se alarmó. Quizá esos días sin alimento hubiesen significado el final para aquel infeliz. Se armó de valor y, con una linterna en la mano, abrió la trampilla por primera vez desde que supiera de su existencia. Pese a la tenebrosa oscuridad y la fetidez, se arrodilló y asomó la cabeza por el hueco. Un zarpazo feroz le arrojó violentamente al interior. Los gritos de uno y otro se fundieron mientras los cuartos sonaban alegres en el carillón.
El monstruo, embadurnado en la sangre de Amable, ascendió muy despacio desde su reducido habitáculo. Cegado por la tenue claridad, recorrió reptando la pequeña tienda de antigüedades hasta encontrar de dónde procedía aquel sonido que tanto le reconfortaba. Pasó horas acurrucado y meciéndose junto al reloj, hasta que, sin más, dejó de escucharlo. El reloj se había parado. Desde que su otra cabeza callase para siempre, ese fue el único sonido que le acompañó. Se había convertido para él en su mundo, en lo único que conocía y le producía seguridad.
Sacudió bruscamente el reloj para hacerlo sonar y de un pequeño cajón salió disparada una minúscula llave. Observó todo con extrema atención durante largos minutos e insertó la llave en el único orificio que encontró. Nada. Afligido y asustado arrastró el reloj hasta la trastienda, lo introdujo en el cubículo y cerró con fuerza la trampilla. Allí, amparado en su cobijo, volvió a meter la llave en el agujero una y otra vez sin ningún resultado. Atormentado por el silencio y la soledad se abandonó, muriendo a los pocos días de una profunda tristeza.
A Inocente, que ese fue el nombre que su madre le puso al nacer, no se le ocurrió girar la llave y ya nunca llegará a saber lo cerca que estuvo de alcanzar la ansiada felicidad.

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