Todas las
mañanas se arrastraba hasta la tienda a la misma hora. Las nueve en punto
marcaba el viejo reloj del bisabuelo. Un reloj de pie de carillón de ciento
cincuenta años de antigüedad, con su madera ya anciana y ajada pero con su
maquinaria en perfecto estado. Siglo y medio dando puntualmente los cuartos,
las medias y las horas. Ninguno de sus anteriores propietarios cuidó nunca de
su aspecto exterior. Jamás se les ocurrió limpiar ni nutrir su noble madera, ni
lustrar sus bellos adornos de bronce. Amable, como todos los días desde hacía
ya treinta años, daba cuerda al reloj y recogía el mendrugo de pan y el exiguo
pedazo de tocino que el bueno de Fermín, el de los ultramarinos, le dejaba
todas las mañanas en el hueco de la pared; una especie de buzón que, antaño,
servía como receptáculo para cartas y paquetes.
Treinta años
viniendo a diario a la tienda de antigüedades y todavía recordaba como si fuese
ayer el primer día que pisó aquel lúgubre lugar. Buscaba un local por la zona
para su negocio cuando se encontró un cartel colgado en la puerta con la
palabra “Regalado”. Negoció un precio
más que bueno por él y dos días después de cerrar el trato recibió una carta en
el estrafalario buzón. Desde que leyera aquel maldito trozo de papel no ha
podido dejar de temblar ni un solo instante.
El anterior
dueño le comunicaba que el escaso precio que había pagado por el local le
podría salir muy caro. En el papel le anunciaba que, bajo la trastienda, se
hallaba un ser demoníaco. Una aberración fruto de la lujuria. Un bastardo nacido
con dos cabezas y cuatro brazos del vientre de su amante. Que, tras arrancar al
engendro de los brazos de su madre, le encerró en el sótano para dejarle morir.
Pero no murió, algo debió encontrar esa bestia ahí abajo para poder sobrevivir los
últimos cinco años.
Amable,
escéptico, pero llevado por la curiosidad, entró en la trastienda. A simple
vista no se veía nada extraño. Era un lugar sombrío y pequeño, de no más de
cinco metros cuadrados. Reparó en un trozo de moqueta gris que había en el
suelo, la apartó y, ante sus ojos, hechos ya a la oscuridad, apareció una
trampilla. La carta explicaba que el mecanismo de apertura de la trampilla era
extremadamente complejo, había sido encargado a un experto cerrajero para que
no pudiese abrirse salvo con una llave especial. Esa llave, además, abría una
especie de ventanuco o mirilla por donde podría entrar aire fresco e incluso
permitía introducir agua y alimentos. Usarla o no, lo dejaba a su criterio.
Despacio,
introdujo la extraña llave que halló en el buzón y abrió la pequeña mirilla. Un
hedor insoportable se adueñó del recinto y unos gritos lastimeros salieron de
las profundidades helándole la sangre.
Hoy lo ha
vuelto a intentar, pero una vez más, sin fortuna. El mecanismo de apertura de
la mirilla no responde, se ha debido atascar o averiar y no hay manera de
abrirla. Se prometió que si tras cuatro días no conseguía abrirla llamaría a un
cerrajero. No podía dejar morir de hambre a… eso. Tras un último intento a la desesperada, y sin saber muy bien
cómo, consiguió que la cerradura cediera. Abrió la mirilla y, salvo el
pestilente hedor, no advirtió nada más. Escuchó muy atento pero de la trampilla
no salía ni uno de los sonidos guturales que tantos años llevaba escuchando
cuando diariamente abría esa maldita mirilla para lanzarle el mendrugo de pan y
el tocino.
Amable se
alarmó. Quizá esos días sin alimento hubiesen significado el final para aquel
infeliz. Se armó de valor y, con una linterna en la mano, abrió la trampilla
por primera vez desde que supiera de su existencia. Pese a la tenebrosa
oscuridad y la fetidez, se arrodilló y asomó la cabeza por el hueco. Un zarpazo
feroz le arrojó violentamente al interior. Los gritos de uno y otro se fundieron
mientras los cuartos sonaban alegres en el carillón.
El monstruo, embadurnado
en la sangre de Amable, ascendió muy despacio desde su reducido habitáculo.
Cegado por la tenue claridad, recorrió reptando la pequeña tienda de
antigüedades hasta encontrar de dónde procedía aquel sonido que tanto le
reconfortaba. Pasó horas acurrucado y meciéndose junto al reloj, hasta que, sin
más, dejó de escucharlo. El reloj se había parado. Desde que su otra cabeza
callase para siempre, ese fue el único sonido que le acompañó. Se había
convertido para él en su mundo, en lo único que conocía y le producía seguridad.
Sacudió
bruscamente el reloj para hacerlo sonar y de un pequeño cajón salió disparada
una minúscula llave. Observó todo con extrema atención durante largos minutos e
insertó la llave en el único orificio que encontró. Nada. Afligido y asustado
arrastró el reloj hasta la trastienda, lo introdujo en el cubículo y cerró con
fuerza la trampilla. Allí, amparado en su cobijo, volvió a meter la llave en el
agujero una y otra vez sin ningún resultado. Atormentado por el silencio y la
soledad se abandonó, muriendo a los pocos días de una profunda tristeza.
A Inocente, que ese fue el nombre que su madre le puso
al nacer, no se le ocurrió girar la llave y ya nunca llegará a saber lo cerca
que estuvo de alcanzar la ansiada felicidad.
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