Había pasado
los últimos días arreglando papeles y estaba agotada. Lo primero que hizo nada
más llegar a su apartamento fue abrir el grifo y llenar la bañera. Se
desprendió de los zapatos con un leve suspiro de alivio, se despojó de la ropa
y observó impasible su desnudez en el espejo. Todo el mundo decía que tenía un
bonito cuerpo, pero a ella jamás le gustó. Le desagradaba tanto el envoltorio
como el contenido. Nunca se enfrentaba a su imagen, pero esta vez fue
diferente. No solo aguantó la mirada sobre su figura, sino que se recreó en ella.
Por primera vez, calibró su cuerpo como si fuera el de una extraña y le gustó
lo que vio. “¡Hay que fastidiarse!”, pensó.
Planeó llevar
al baño un benjamín de cava, pero al final optó por un par de latas de cerveza.
Lo importante ya estaba decidido. La elección de “The Myths and Legends of King Arthur and the Knights of the Round Table”,
de Rick Wakeman, no sería la música más adecuada para muchos, pero a ella no se
le ocurría una obra mejor. La historia y la leyenda en pugna. Era un vestigio
más de lo engañosa que podía llegar a ser la realidad en la que nos movemos.
Comprobó la
temperatura del agua. Estaba casi abrasando, como a ella le gustaba. Encendió
el cigarrillo que pidió al conserje al llegar y se sumergió despacio en la
bañera. Cuando comenzó a sonar “The last
battle”, ya se había bebido las cervezas acompañadas de un puñado de
ibuprofenos. Ese era el momento esperado y lo hizo sin más. La melancolía que
corría por sus venas desde que naciera se diluía junto a su sangre en el agua
ya tibia.
“…Paz por
siempre. Lejos están los días de los caballeros.”
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