“Reloj no marques las horas
porque voy a enloquecer
ella se irá para siempre…”
Por séptima vez consecutiva, Daniel deja caer
la aguja sobre el mismo surco del viejo vinilo. La voz de Roberto Cantoral
ocupa todo el espacio y aploma aún más su culpa. Recuerda bien la última vez
que Lucía puso esa canción. Fuera de sí le dijo que ahí solo se escuchaba
música decente como AC/DC, Purple o Zeppelin. Que la próxima vez que oyese a
Cantoral, Luis Mariano o Jorge Negrete, arrasaría con toda esa basura. Y ahora
no puede, no quiere dejar de escuchar esa canción.
Con los ojos cubiertos de lágrimas, desmenuza
las últimas horas desde que llegara a casa y con gesto grave le anunciara a
Lucía que ya no podían seguir así, que esa relación ya no tenía futuro. Solo
él, en su calidad de capullo, sabía que no era más que una vuelta de tuerca
más. Por nada del mundo la dejaría, pero era de los que pensaba que de vez en
cuando había que tensar la cuerda para que su chica no perdiera el interés por
él.
Lucía no dijo nada, le miró con una extraña
expresión en los ojos, se vistió y salió de casa. Parecía aturdida. Satisfecho,
sonrió, se metió en la ducha y, al salir, puso el “Highway to Hell” de AC/DC a todo volumen. Lo pinchó una segunda vez.
Absorto en su complacencia miró la hora en su móvil. Pronto estaría de vuelta.
Fue entonces cuando vio los mensajes, los tres de su cuñado Luis. “Dani,
llámame por favor”; “Han atropellado a Lucía, está grave en el hospital”;
“¿Dónde coño te metes, tío? Lucía ha muerto. Volveré a llamar”.
Y ahí seguía, deshecho y bloqueado, a la espera
de una llamada. Volvió a mirar su reloj.
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