Es un
sonido molesto que, escuchado por segunda vez, se convierte en irritante. Sin
embargo, para ella, representa lo que la campana de Pavlov para su perro. Se
había convertido en un cotidiano estímulo sensorial. Si el can salivaba ante la
perspectiva de un plato de comida, a ella se le despertaban todos los sentidos.
Cuando el
telefonillo suena, ella sale disparada con una expresión de felicidad impresa
en el rostro. Nueve de cada diez veces es él quien llama.
Un largo
abrazo hasta armonizar la temperatura corporal entre ambos, una vez envueltos
entre las sábanas, se ha convertido en todo un ritual. A partir de ahí, el
estímulo deja paso a la respuesta.
Él comienza
besando con suavidad sus párpados para bajar hasta sus labios que ya aguardan ansiosos
los suyos. Los acerca despacio y apenas sí los roza para alejarlos de nuevo.
Sabe que eso la excita y lo repite hasta que, encendidos, se funden en unos
besos húmedos y apasionados. Sin apenas respiración, desliza su boca descendiendo
por el cuello hasta llegar a su pecho. Besa, lame, succiona y muerde sus
pezones hasta que se endurecen mientras que, con su mano, acaricia la parte
interior de sus muslos provocando ligeros movimientos que le invitan a posarse
y acariciar su sexo, pero solo lo roza. Eso la vuelve loca. Mientras cubre y
oprime sus pechos, besa su piel hasta descender al ombligo. Desde allí, es su
lengua la que se desliza imparable. Un escalofrío se expande por su piel al
sentir cómo la saliva, antes caliente, comienza a secarse dejando fríos regueros.
Y ya, definitivamente instalado entre sus muslos, se inicia un enfervorecido
baile. Lengua, boca y cabeza acompasadas al son de las convulsiones producidas
por el primero de los muchos orgasmos que le proporcionará su fiel amante.
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