El último mes se me había hecho
eterno. Las horas y los días habían transcurrido despacio, como a cámara lenta y,
cuando esas horas las pasaba junto a él, el tiempo parecía detenerse. Ese era
sin duda un día importante. Ante la perspectiva de aquel acontecimiento él
bromeaba diciendo que me lo tomase como un debut, como un nuevo comienzo. Sería
como inaugurar una nueva vida para los tres. En un rato conocería a su hija y
mi estómago era un manojo de nervios.
Me gustaba ocupar el asiento de
atrás del autobús, junto a la ventanilla, y dejarme llevar sin más. Pasear la
mirada perdida por el mundo exterior que mostraba ese gran escaparate de
cristal relajaba mis nervios y hacía que mis pensamientos fluyeran
despreocupados.
Lo mismo me sucedió la tarde
anterior. Estaba tan abstraída que no podría explicar cómo, en el asiento de
delante, apareció por las buenas una niña de unos tres o cuatro años que me
observaba con los ojos muy abiertos. Dicen que si una persona te mira fijamente
durante mucho tiempo acabas sintiendo su mirada. Algo de eso debió ocurrir
porque logró sacarme de un profundo ensimismamiento. Intenté volver a ese
agradable estado de introspección pero no lo conseguí. Volvía de nuevo a
observarme y, aunque al principio lo hacía tímidamente y de soslayo, aquella
niña de mirada dulce no dejaba de volver insistentemente una y otra vez su
cabecita. Le guiñé un ojo y le sonreí, eso hizo que perdiera la vergüenza y,
decidida, se puso de rodillas en su asiento frente a mí, agarrándose con sus
pequeñas manitas al respaldo que le tapaba media cara.
Con ella iba una mujer que parecía
de origen hindú y que, supuse, sería su cuidadora. Apremiaba a la niña a que se
diera la vuelta y no molestara más. Inés, que así se llamaba la cría, enseguida
obedeció. Inés. Es curioso, pensé.
Había vuelto a perderme en volátiles
pensamientos cuando me percaté de que la niña se había bajado del autobús y
estaba en la calle de la mano de su cuidadora. Miré hacia atrás rápidamente
para verla por última vez y vi cómo levantaba y movía su manita despidiéndose con
una serena y maravillosa sonrisa en su rostro.
La misma sonrisa que ahora se
marcaba en mis labios al recordarla. La próxima parada era la mía. Cuando bajé del
autobús miré a un lado y a otro hasta que los vi. Me quedé petrificada. La niña
al verme se soltó de la mano de su padre, salió corriendo y se abrazó
fuertemente a mí. El estómago antes intranquilo se relajó y en los ojos se amontonaron
las lágrimas. Lágrimas de agradecimiento a ese bello ser.
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