08 marzo 2015

Destinos

El último mes se me había hecho eterno. Las horas y los días habían transcurrido despacio, como a cámara lenta y, cuando esas horas las pasaba junto a él, el tiempo parecía detenerse. Ese era sin duda un día importante. Ante la perspectiva de aquel acontecimiento él bromeaba diciendo que me lo tomase como un debut, como un nuevo comienzo. Sería como inaugurar una nueva vida para los tres. En un rato conocería a su hija y mi estómago era un manojo de nervios.
Me gustaba ocupar el asiento de atrás del autobús, junto a la ventanilla, y dejarme llevar sin más. Pasear la mirada perdida por el mundo exterior que mostraba ese gran escaparate de cristal relajaba mis nervios y hacía que mis pensamientos fluyeran despreocupados.
Lo mismo me sucedió la tarde anterior. Estaba tan abstraída que no podría explicar cómo, en el asiento de delante, apareció por las buenas una niña de unos tres o cuatro años que me observaba con los ojos muy abiertos. Dicen que si una persona te mira fijamente durante mucho tiempo acabas sintiendo su mirada. Algo de eso debió ocurrir porque logró sacarme de un profundo ensimismamiento. Intenté volver a ese agradable estado de introspección pero no lo conseguí. Volvía de nuevo a observarme y, aunque al principio lo hacía tímidamente y de soslayo, aquella niña de mirada dulce no dejaba de volver insistentemente una y otra vez su cabecita. Le guiñé un ojo y le sonreí, eso hizo que perdiera la vergüenza y, decidida, se puso de rodillas en su asiento frente a mí, agarrándose con sus pequeñas manitas al respaldo que le tapaba media cara.
Con ella iba una mujer que parecía de origen hindú y que, supuse, sería su cuidadora. Apremiaba a la niña a que se diera la vuelta y no molestara más. Inés, que así se llamaba la cría, enseguida obedeció. Inés. Es curioso, pensé.
Había vuelto a perderme en volátiles pensamientos cuando me percaté de que la niña se había bajado del autobús y estaba en la calle de la mano de su cuidadora. Miré hacia atrás rápidamente para verla por última vez y vi cómo levantaba y movía su manita despidiéndose con una serena y maravillosa sonrisa en su rostro.
La misma sonrisa que ahora se marcaba en mis labios al recordarla. La próxima parada era la mía. Cuando bajé del autobús miré a un lado y a otro hasta que los vi. Me quedé petrificada. La niña al verme se soltó de la mano de su padre, salió corriendo y se abrazó fuertemente a mí. El estómago antes intranquilo se relajó y en los ojos se amontonaron las lágrimas. Lágrimas de agradecimiento a ese bello ser.

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