28 diciembre 2014

Enemigo mío (Una historia real)

Cinco meses. Pronto cumpliremos cinco meses atrincherados aquí como ratas. Peor que ratas. Los cadáveres se amontonan frente a las trincheras en pilas que alcanzan más de un metro de altura. En cada intento de avance chocamos con los nidos de ametralladoras y las alambradas de espino de los alemanes. Y los alemanes con las nuestras. Los fusiles, las armas automáticas y la artillería pesada elevan las bajas a cifras antes impensables.
La guerra, la maldita gran guerra se ha convertido en una despiadada contienda de desgaste en la que nos desangramos por igual en ambos bandos. Resistimos en condiciones deplorables e inhumanas. Las trincheras son tan angostas que apenas nos cubren ni dejan espacio para poder movernos. Caminamos agachados y con dificultad sobre un suelo embarrado por las inundaciones o duro y gélido por las continuas heladas. Nos hacinamos unos contra otros para poder soportar el frío y la humedad. Los piojos nos devoran. Las bombas, las balas, las alambradas, las infecciones y el hambre nos están minando.
Ante tanta demencia y monstruosidad, ante el despiadado salvajismo al que nos hemos lanzado unos contra otros, anoche muchos volvimos a creer en el ser humano. Sucedió algo verdaderamente asombroso. Lucía una luna resplandeciente y la noche se presentó tan gélida como las anteriores. Los combates y los bombardeos habían cesado. Reinaba una quietud inusual. Era la noche del veinticuatro de diciembre y los pensamientos escapaban de aquella cruda y atroz realidad recordando con nostalgia y en un sobrecogedor silencio nuestros lejanos hogares.
Uno de los soldados divisó extrañas luces que se encendían y apagaban en las trincheras alemanas, a no más de cincuenta metros de distancia. Se corrió la voz y todos acabamos observándolas y preguntándonos intrigados qué podría significar aquello. No fue hasta las doce de la noche cuando escuchamos a los alemanes cantar a lo lejos. Cantaban “Noche de paz”. Emocionados y aún atónitos, aplaudimos con entusiasmo cuando terminaron de cantar y, contagiados por el espíritu navideño de nuestros enemigos, respondimos uniéndonos también a los cánticos. Y así pasamos la noche. Cuando un bando terminaba de cantar un villancico, el otro aplaudía y vitoreaba.
Hoy, día de Navidad, los alemanes han tomado la iniciativa y, ondeando una bandera blanca en señal de paz, han abandonado su trinchera y se han dirigido a nuestro encuentro. Lo mismo hemos hecho nosotros. Las intenciones eran claras, juntarnos todos sin armas en tierra de nadie. Nos hemos estrechado las manos y juntos hemos recogido los cadáveres de ambos bandos que yacían entre trinchera y trinchera. Les hemos enterrado y celebrado un funeral conjunto por todos ellos.
Hemos confraternizado compartiendo historias y anécdotas. Incluso nos hemos hecho fotos y nos hemos mostrado las de nuestras novias, esposas e hijos. También hemos intercambiado algunas cosas. Los alemanes han compartido las raciones dobles recién recibidas de pan, salchichas, alcohol y tabaco y nosotros, a falta de víveres, les hemos ofrecido algunos de nuestros utensilios y herramientas. Y así es cómo hemos sabido que, gracias al Káiser alemán Guillermo II, al que se le ocurrió mandar abetos y luces de navidad para levantar la moral de su ejército, hemos disfrutado en el frente de una breve tregua en la navidad de mil novecientos catorce. Una tregua de navidad que no impedirá que, como enemigos que dicen que somos, mañana sigamos matándonos como alimañas.


23 diciembre 2014

Progresa adecuadamente

Los debo haber conservado en algún lugar recóndito de mi cerebro. Ahora los recuerdos surgen espontáneos y nítidos. Puedo percibir, incluso, ese tufillo a viejo y rancio mezclado con el característico olor azucarado que tanto me cautivaba de aquel lugar.
No era una tienda al uso. Se trataba de una pequeña casa adosada construida como vivienda social después de la guerra y que, junto a las demás, formaba una larga hilera paralela al río.
Frente a ella estaba mi colegio. Cuántas veces le había pedido permiso a Doña Vicenta para salir del colegio y poder ir a comprar chucherías. Doña Vicenta supervisaba el comedor y vigilaba a las alumnas que se quedaban a almorzar. Era una mujer mayor, posiblemente rondase los sesenta o sesenta y cinco años, espigada y muy delgada. Esquelética. Su pelo, completamente blanco, lo peinaba recogido en un elegante moño alto. Mientras formábamos en fila, tocaba las palmas para que nos mantuviésemos en orden y en silencio. Recuerdo sus larguísimas uñas con forma de garra siempre pulcramente pintadas.
No era difícil engatusarla. Lo primero que obteníamos de ella era un no pero, enseguida, nos guiñaba un ojo y nos decía que solo teníamos un par de minutos. Entonces corríamos atropelladamente hasta la casa. La casa de la pipera.
La pipera nunca tuvo nombre. Era una anciana enjuta vestida enteramente de negro. Vendía toda clase de golosinas y también, unos resecos cigarrillos mentolados sueltos que nos fumábamos a escondidas en la ribera del río.
La decisión de derribar todas aquellas casas bajas no era mía. Mía era la obligación de ejecutarla y para eso me encontraba allí. Los recuerdos, por muy entrañables, no podían detener el progreso. Un progreso que se traduce en millones de euros a repartir una vez construidos los nuevos bloques de viviendas. Muchos progresaremos.

15 diciembre 2014

Luz crepuscular

Sus ojos vidriosos se posaban sobre cada uno de los detalles existentes en aquel recinto desconocido. Todo era irreconocible para ella y estaba asustada. Su hijo y su nuera le explicaban con inusitado entusiasmo las muchas maravillas de aquel lugar. Intentó seguir sus explicaciones hasta que dejó de oírles. Solo veía cómo movían sus bocas como muñecos. No tardaron en marcharse dejándola allí, con una mirada suplicante en el rostro y una sensación de soledad aterradora.
Domingo se fijó en ella nada más verla en recepción. Después de la merienda le gustaba darse un paseito por el jardín. Estaba cuidado con esmero y era espacioso, aunque tenían prohibido el acceso a algunas zonas.
Conocía muy bien la desesperación que debía estar sufriendo aquella mujer de bellos pero afligidos ojos. Quiso tranquilizarla haciendo una inclinación de cabeza como si se quitara el sombrero a modo de saludo pero ella desvió bruscamente su mirada hacia otro lado. Los primeros días serían los peores, después llegaría a considerar todo aquello como su hogar. Como les había sucedido a todos.
Adela tardó en integrarse. Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación sin otro esparcimiento que mirar por la ventana. Consiguió enfadar a los médicos ante su confinamiento y su negativa a participar en las actividades programadas.
Un cartel obró el milagro. Anunciaban, un año más, el concurso de bailes de salón. Adela adoraba el baile. Ante la sorpresa generalizada, se inscribió abandonando al fin su aislamiento. Domingo hacía décadas que no bailaba pero igualmente se apuntó y no paró hasta que consiguió que le asignaran a Adela como compañera.
Ese año no pudo ser pero, sí ganaron otros. Adela y Domingo, además de pareja de baile, se convirtieron en una feliz pareja de enamorados, colmando así de luz su ya crepuscular existencia.


08 diciembre 2014

¡Sorpresa!

Ed llevaba varios meses viviendo en Chicago por trabajo. Quería a Jeremy y la distancia le había empujado con mayor decisión a querer formalizar su relación. Ya habían hablado de boda pero sin ponerse de acuerdo. Jeremy quería celebrarla en Las Vegas y él, en Chicago. La sorpresa de Jeremy iba a ser grandiosa cuando se presentase en Nueva Orleans con dos billetes de avión destino a Las Vegas.
El albornoz beige fue lo primero que vio Ed nada más llegar. Tirado sobre el suelo, parecía un animal atropellado en medio del pasillo. Jeremy era un encanto pero, también, un auténtico desastre. El apartamento estaba desordenado. Desordenado y vacío. Durante seis horas estuvo esperando a Jeremy en vano. Su teléfono estaba abandonado sobre el lavabo y nadie sabía nada de él. Se lo había tragado la tierra. Con un ataque de ansiedad, Ed se presentó en comisaría.
Hasta pasadas cuarenta y ocho horas no darían curso a la denuncia por desaparición. Ed no entendía esa inoperancia y totalmente alterado increpó a la policía. Hasta ese momento, nunca antes había pasado una noche en el calabozo.
Jeremy acababa de salir de la ducha cuando sonó su teléfono. Llevaba días esperando esa llamada. Por fin accedían a venderle el antiguo surtidor de gasolina que Ed tanto deseaba. Sin pensárselo dos veces, alquiló una furgoneta y, a toda prisa, dejó Nueva Orleans por la Interestatal 55 rumbo a San Luis.
Tras pasar la noche en San Luis y, con el surtidor cargado en la furgoneta, Jeremy siguió por la 55 dirección a Chicago. A través de Internet había hecho todos los preparativos para la boda. Le pediría matrimonio y se casarían en Chicago como quería Ed. Estaba deseando llegar para ver su cara. La sorpresa de Ed al verle iba a ser grandiosa.


01 diciembre 2014

La breve transformación del doctor Tena

Andrés Tena Pulido, el doctor Tena, trabajaba en el hospital desde hacía más de ocho años. Fue el primer miembro de su familia que pudo obtener un título universitario. Tras el bachillerato, a pesar de ser muy buen estudiante, su padre ya le tenía preparado un puesto de trabajo junto a él en los astilleros. No se podían permitir que el chico estudiara.
Pero Andrés, a falta de recursos y oportunidades, contaba con algo mucho más importante, su vocación por la medicina. Y esa vocación le empujó y dirigió sus pasos hacia la facultad. Trabajaba media jornada descargando camiones y el resto de su tiempo lo dedicaba al estudio. Repartiéndolo entre la facultad y la biblioteca donde tenía acceso gratuito a los libros.  Salir y conocer chicas, ni lo contemplaba. Todo ese esfuerzo tuvo su merecida recompensa.
El doctor Tena tenía fama de excéntrico. Arisco, impuntual y caótico, siempre desorganizaba el guion o plan de cuidados preparado por enfermería para los pacientes. Hasta que un día, de repente, todo cambió. Cada mañana aparecía antes de su hora, dicharachero y oliendo a perfume. Pasó a ser la comidilla de la planta. Todos sospechaban que Tena se había enamorado e intentaron tantearle para averiguar de quién, sin obtener ningún éxito.
Desde hacía días guardaba en el bolsillo de su bata blanca unos pendientes de filigrana en oro que había comprado en la mejor joyería de la ciudad. Pensaba regalárselos a la mujer que le había robado el corazón. No se atrevió y, la atractiva hija del paciente de la cuatrocientos veinticuatro, lo único que llegó a recibir de manos del doctor Tena fue el informe de alta de su padre.
A la mañana siguiente no hubo puntualidad, ni locuacidad, ni varoniles perfumes. Tras tres semanas, el caos volvió a la cuarta planta.