24 noviembre 2014

Velando entre sombras y silencios

Ni un día tan desapacible como aquel le haría renunciar. Había amanecido con una espesa niebla que a esa hora de la tarde aún persistía. Sentado en el banco solitario de siempre, esperaba. Sobre los globos traslúcidos de las farolas, ya encendidas, se acumulaban millares de gotas diminutas que proporcionaban a la vaporosa y mortecina luz un efecto mágico, casi irreal. La humedad que portaba aquella atmósfera algodonosa empapaba sus ropas pero no su férreo e implacable ánimo. Encendió un cigarrillo sin desviar la mirada de la puerta cerrada. El humo evanescente del tabaco se encaramaba hacia el cielo fusionándose con la fría niebla. Ya casi era la hora.
Como cada tarde desde hacía meses, un Ford Mondeo rojo aparcó frente al edificio. De él descendió el hombre que le había robado todo lo que, hasta no hacía mucho, había sido suyo. Su mujer, su casa, su vida entera ahora le pertenecían a él. Desearía gritarle que gustosamente se lo entregaba todo. Todo, menos a ella.
El griterío le pone alerta. No tardará en verla. Aquel extraño disimula y finge que no le ve pero, como cada tarde, procurará dilatar la entrada de ella en el coche para permitirle contemplarla un poco más. Le maldice pero le está agradecido por ello. Cogida de su mano, su hija aparece riendo feliz. Camina a saltitos mientras canta alguna nueva canción que le han enseñado en el cole.
Cuando el Mondeo rojo desaparece entre la niebla, alza su mano en señal de despedida y llora. Llora de alegría y de amargura. Hoy la ha vuelto a ver. A unos metros y unos breves segundos pero, hoy la ha vuelto a ver. Mañana revivirá nuevamente la misma esperanza y, tras ella, un día más, la pérdida y la punzada desgarradora de una nueva despedida.


17 noviembre 2014

Varios albariños, un pianista y un ascensor

—¿Nunca te hemos hablado de nuestro vecino el pianista? —me pregunta Fernando con los ojos muy abiertos. —Imperdonable —dice mientras llena mi vaso de albariño.
—Estudió químicas, pero decidió consagrar su vida a la música —me explica—. Lo reseñable de nuestro vecino no es lo virtuoso que es al piano, sino los recitales de orquesta y coros con los que nos ameniza cuando tiene compañía. Los gritos de sus amantes y el estruendo de los muebles al golpear con suelo y paredes son memorables.
Me cuenta que, de un tiempo a esta parte, ya no se oyen gritos ni golpes, que el pianista del tercero centro debe estar en horas bajas.
—Hace unos días vinieron unas amigas a casa —comenta ahora Mar llenando nuevamente mi vaso—. Nadine, parisina ella, llegó despotricando del ascensor. —¡Esto es hogogoso, este ascensoj es un hogoj! —repetía exasperada. —Al día siguiente, el pianista me preguntó si las chicas que subieron con él eran amigas mías. —¿Te refieres a Carol, una chica que es de Murcia? —le solté sin pensar y sin sospechar que su interés se centraba más en la bella y airada gala. — No, creo que de Murcia no eran —me contestó visiblemente desalentado.
Entre un ataque de risa incontrolable ante la candidez de mi amiga y, una nueva ronda del delicioso caldo, les recrimino, medio en broma, medio en serio, haberme mantenido oculto a su portentoso vecino ¡Con lo que me gusta gritar! A partir de ahora, convenimos, cada vez que fuera a visitarles utilizaría el ascensor.
Horas después, pasadas ya las brumas del alcohol gallego, decidí seguir subiendo y bajando por las escaleras. No por evitar el encuentro fortuito con un hipotético amante en horas bajas, sino porque el ascensor de la casa de mis amigos es un auténtico hogoj.


10 noviembre 2014

Entre brumas

—¡Buenos días! ¿Ya estás levantado? Vamos a ver, ¿cuántas veces te he dicho que en cuanto salgas de la cama te pongas la bata? No faltaba más que te cojas una pulmonía. Mira, ¿ves?, aquí la tienes bien cerquita, encima de la butaca. ¿Te la pondrás?
—Sí.
—Muy bien. Otra cosa. Cuando necesites ir al baño por la noche, no hace falta que me llames. Sabes que todas las noches te dejo enchufado el pilotito de la luz para que puedas ver. Si quieres hacer pis, te levantas, te pones la bata y te vas solito al baño, ¿lo harás?
—Sí.
—¿Se te pasó el dolor de estómago?
—Sí.
—¿Y no será que como había coliflor para cenar te buscaste una excusa para no tener que comerla? Me da a mí que tú tienes más cuento que Calleja. Ale, pues ya estás lavado y peinado. Ahora a vestirse. Si te pones la camisa y los pantalones yo te los abrocho, ¿quieres? Los calcetines y los zapatos te los pones tú que sabes hacerlo muy bien. ¿Ves qué bien? Ya solo queda la bufanda y el abrigo. Así, bien cerradito para que no se cuele el fresco. Sé que no te gusta ponerte los guantes pero como hoy hace mucho frío te los meto en los bolsillos del abrigo por si te hacen falta. ¿Te acordarás que están ahí si tienes frío?
—Sí.
—Fantástico. ¿Has oído el timbre? ¡Vamos, corre, que ya está aquí el autobús!
—Buenos días, señora. ¡Buenos días, Rafael! ¿Preparado?
—Sí.
—Buenos días, como siempre ustedes tan puntuales. Bueno, pues ya hasta la tarde. Pásalo bien en el centro. Adiós, papá, te quiero.

04 noviembre 2014

El diablo sobre ruedas

Estábamos ilusionados y excitados. Poder pasar la primera noche los dos juntos y solos se iba a convertir en la mayor aventura de nuestras vidas. Ya habíamos hecho ese viaje a la sierra en más ocasiones pero, antes de las once de la noche, ya estábamos de vuelta en casa.
Esta vez no valdrían mentirijillas como que pasaría la tarde estudiando o que asistiría a la triple sesión del Covacha para ver, por enésima vez, el Muro de Pink Floyd. Pablo no tenía problemas pero, yo, a mis quince años y siendo chica, debía planear mis mentiras con mucho cuidado e imaginación.
El autobús nos dejó en la plaza del pueblo. Procurando que no nos vieran y sin hacer ruido, entramos en el pequeño chalet adosado de los padres de Pablo utilizando la copia de las llaves que habíamos hecho hace meses en secreto. Una vez dentro, no tardamos en dar rienda suelta a nuestro incombustible deseo. Los besos, las caricias y las risas eran todo uno. Acariciar y explorar nuestros cuerpos nos elevaba al cielo.
Cuando anocheció, nos hicimos unos sándwiches, nos sentamos en el sofá y encendimos la televisión. Desde la pequeña pantalla, completamente en negro, se escuchaban unos pasos y el arranque de un motor. Segundos después, aparecía la puerta exterior de un garaje como si la imagen la estuviese tomando el coche que salía de él.
Ya era muy tarde cuando El diablo sobre ruedas terminó. La película nos dejó impactados. La oscuridad y el silencio en el que estábamos inmersos tampoco ayudaron en nada. Lo que prometía ser una noche mágica, en la que ambos perderíamos nuestra virginidad, se convirtió en un hondo deseo de estar a salvo en nuestras casas de la ciudad. Abrazados, sin apenas movernos ni respirar, pasamos la noche en vela. Solo con las primeras luces del nuevo día conseguimos quedarnos dormidos. Cuando despertamos, todos los fantasmas imaginarios que nos arruinaron la noche desaparecieron, volviendo a nuestros juegos y risas.
A las siete de la tarde salía el último autobús de vuelta pero decidimos regresar en el de las seis. Ya nos quedamos en tierra en una ocasión al no quedar plazas libres. Comprobamos que todo estaba como nos lo habíamos encontrado y, dejando el adosado atrás, nos dirigimos hacia la parada del bus.
Llevábamos un rato esperando cuando un coche rojo se paró junto a nosotros. Un hombre de mediana edad bajó la ventanilla y nos ofreció llevarnos hasta la ciudad. Aceptamos encantados. Nos ahorrábamos los billetes del autobús.
No habíamos recorrido ni cinco kilómetros cuando, al tomar una curva cerrada, casi nos salimos de la carretera. El chirrido de las ruedas nos encogió el corazón. Nuestras miradas se buscaron llenas de terror e, instintivamente, nos cogimos de las manos apretándolas con tanta fuerza que sentimos dolor. El conductor no paraba de reír. Busqué su rostro a través del reflejo del espejo retrovisor. No era el mismo que se asomó a la ventanilla invitándonos a subir.  Ese nuevo rostro era terrorífico. Diabólico. No tuve tiempo de chillar. De frente, a escasos metros, se materializó un coche que se dirigía hacia nosotros a toda velocidad. Casi pude experimentar el mortal impacto. Milagrosamente, nuestro piloto consiguió esquivarlo girando bruscamente a la derecha. Intentó que las ruedas permanecieran dentro de la calzada evitando que cayeran a un pequeño desnivel pero no lo consiguió, lo que provocó que saliéramos despedidos dando aparatosas vueltas de campana.
En el primer giro, Pablo y el conductor salieron expulsados por las ventanillas. Yo me quedé en el interior vapuleada por las incesantes vueltas del vehículo hasta que paró al fin, quedando con las ruedas boca arriba. Salí aturdida pero sin un rasguño. Había mucho polvo y gente gritando por todas partes. No fui consciente de lo que ocurría hasta que vi cómo trasladaban a Pablo en una camilla hasta una ambulancia. Mis ojos se centraron horrorizados en el conductor. Había salido disparado a tal velocidad hacia un camino que el rozamiento con la tierra le desfiguró por completo el rostro. Al verle, no pude reprimir una náusea.
Cuando en el hospital comprobaron que no presentaba ninguna lesión, me dieron la noticia. Los demás ocupantes del coche habían fallecido. Me dijeron que llamara a mis padres para que vinieran a recogerme mientras preparaban la ropa y pertenencias de mi novio para que me las llevase. Con la mente llena de sombras llamé a casa desde una cabina. Nadie contestó. El mismo resultado obtuve al llamar a casa de Pablo. 
Rozando la medianoche, con una bolsa de plástico en una mano y, los zapatos empapados en la sangre de Pablo en la otra, salí del hospital en busca de un taxi. Me subí con la mirada perdida y susurré la dirección. El coche emprendió la marcha. Cuanto más me acercaba hacia mi hogar, más sensación de seguridad sentía. A una manzana de casa el taxista paró. Volviéndose hacia mí y, con voz estridente, dijo: “Ahora sí. Ahora ya eres mía”. Echándose a reír. Esa mueca terrorífica era la misma que vi reflejada antes del accidente. Había escapado de sus garras y regresaba para reclamarme.

Un grito no audible salió de mi garganta en el mismo instante en que mis padres, extrañados de no encontrarme ya en casa, llamaban por teléfono a Pablo. Sentí que ardía por dentro y, mis oídos, por fin, dejaron de oír su risa.