Me llamo
Guille. Guillermo Solís Gil. Tengo casi siete años. Mi mamá dice que los
cumpliré cuando empiece segundo pero que, para eso, antes tienen que acabar las
vacaciones. He sacado muy buenas notas pero papá dice que podían ser mejores.
Mamá siempre repite que soy como un rabo de lagartija y que la vuelvo loca, yo
le pongo caras feas y ella se ríe. Es muy pesada porque cuando no me ve, me
llama a gritos para saber qué estoy haciendo.
Creo que
he sido malo porque mamá ya no se ríe,
le pongo caras feas pero ni siquiera me mira. Algunas veces me llama, dice mi
nombre, pero lo hace bajito. Desde que no está papá se encierra en su
habitación y llora. Sé que me he portado mal porque mi papá se marchó un día
sin despedirse y nunca más ha venido a verme. A veces me pongo pelmazo y le
digo a mamá que vayamos al parque a jugar en los columpios pero ella nunca
quiere, no me hace caso.
Hace un tiempo que me escapo y me voy yo solo a
columpiar. Ya no hay niños. Algunos días vienen unos mayores que son tontos,
tienen todo para ellos pero siempre tienen que venir a jugar donde estoy yo.
Hoy unas señoras se han quedado mirando cómo jugaba desde fuera. Me he acercado
a ellas y he oído que contaban que desde hace tiempo nadie pisa el parque, solo
los científicos que investigan el extraño fenómeno. Que ellos dicen que se
trata de cosas magnéticas pero que, aquí en el barrio, todos saben que ese
balanceo misterioso empezó poco después de que el crío de los Solís saliera
despedido del columpio y se abriera el cráneo con la maldita fuente de hierro.