Desde que recibí la carta
certificada de la notaría Conrado y asociados no había vuelto a dormir bien.
Intuía que algo sombrío estaba a punto de suceder. No me equivocaba. Lucas se
reía de mí y me decía con su enrevesado sentido del humor, agudizado con toda
seguridad por los años de supervivencia en el hospicio que, quizá, tuviera un
tío rico en América que la había espichado.
—¿Qué te había dicho? ¡Qué
suerte! No verás un duro de tus padres pero al menos vas a heredar de ese tal
Heisenberg —me dice Lucas nada más salir del despacho del notario.
—¿Suerte? ¿A esto le llamas tener
suerte? —Le contesto de mala manera echando por tierra su irreflexiva alegría—.
Suerte es vivir en la inopia como vives tú. No, amigo, no te equivoques, esto
es una atrocidad y ahora mismo vuelvo al despacho para decirle al señor Conrado
que renuncio a todo.
Hasta hace unos minutos creía ser de Madrid, de una familia
de rancio abolengo y glacial trato de la que hace años decidí ignorar su
existencia. Y hoy, quince de febrero de mil novecientos setenta y seis, a mis
casi treinta y tres años, descubro que vine al mundo en algún rincón de
Cracovia. Que mis verdaderos padres con toda seguridad fueron detenidos,
deportados o asesinados por el hombre que se encaprichó de un bebé de diez
meses que le miró a los ojos y le sonrió. Un monstruo nazi que en el cuarenta y
cinco , tras la caída de Hitler, huyó de Berlín con una niña de dos años,
primero a Madrid donde convino su adopción y más tarde a Argentina, donde
falleció hace pocas semanas dejando una enorme fortuna y a mí como única
heredera en su testamento.
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