03 diciembre 2013

Siniestro capricho

Desde que recibí la carta certificada de la notaría Conrado y asociados no había vuelto a dormir bien. Intuía que algo sombrío estaba a punto de suceder. No me equivocaba. Lucas se reía de mí y me decía con su enrevesado sentido del humor, agudizado con toda seguridad por los años de supervivencia en el hospicio que, quizá, tuviera un tío rico en América que la había espichado.
—¿Qué te había dicho? ¡Qué suerte! No verás un duro de tus padres pero al menos vas a heredar de ese tal Heisenberg —me dice Lucas nada más salir del despacho del notario.
—¿Suerte? ¿A esto le llamas tener suerte? —Le contesto de mala manera echando por tierra su irreflexiva alegría—. Suerte es vivir en la inopia como vives tú. No, amigo, no te equivoques, esto es una atrocidad y ahora mismo vuelvo al despacho para decirle al señor Conrado que renuncio a todo.
Hasta hace unos minutos creía ser de Madrid, de una familia de rancio abolengo y glacial trato de la que hace años decidí ignorar su existencia. Y hoy, quince de febrero de mil novecientos setenta y seis, a mis casi treinta y tres años, descubro que vine al mundo en algún rincón de Cracovia. Que mis verdaderos padres con toda seguridad fueron detenidos, deportados o asesinados por el hombre que se encaprichó de un bebé de diez meses que le miró a los ojos y le sonrió. Un monstruo nazi que en el cuarenta y cinco , tras la caída de Hitler, huyó de Berlín con una niña de dos años, primero a Madrid donde convino su adopción y más tarde a Argentina, donde falleció hace pocas semanas dejando una enorme fortuna y a mí como única heredera en su testamento.

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