De rapaz le pusieron de
mote el Difuso. El chaval andaba
continuamente disperso, siempre concentrado en cualquier cosa menos en la que
estaba ocupado. En la escuela era un desastre y aunque don Eusebio, el maestro,
insistía que de inteligencia iba sobrado, sus padres decidieron mandarle a
trabajar a la granja de sus tíos. Él estaba encantado, así no tendría que
tratar con idiotas, pensaba. Lo peor era la hija de los vecinos; una niñata
engreída que, porque tenía una larga cabellera rubia y unos grandes ojos verde
jade, se creía superior. La odiaba. Solía encontrarse con ella cuando iban a la
iglesia pero, ella ni le miraba.
Una mañana, mientras echaba
maíz a las gallinas, se cruzó a su paso un pollito al que no pudo esquivar, con
tan mala fortuna que reventó bajo su bota. El animal, mojado en su propia
sangre, parecía querer aferrarse a una vida que se le escapaba sin remedio.
Asustado y sin saber qué hacer esperó a que el ave muriese. Observaba
impasible. En el rostro del Difuso se
dibujó una mueca aviesa y, el miedo inicial, dejó paso a la fascinación.
Le habían hablado de una laguna recóndita y poco
frecuentada dentro del bosque y un día de intenso calor decidió pasar allí la
tarde. Su sorpresa nada más llegar fue mayúscula. Allí estaba ella. La puerca
de su vecina, absolutamente desnuda, dejaba que el sol acariciara su hermoso
cuerpo. Despacio, sin apenas respirar, se acercó por su espalda y le oprimió
fuertemente el cuello hasta que dejó de respirar. Comprobó cómo sus ojos color
jade miraban sin vida al infinito. Sintió una punzada de placer. Nunca más
volvería a hacerlo. En ese momento fue plenamente consciente de que tomaba la
decisión más importante de su vida: jamás volvería a enamorarse.
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