10 diciembre 2013

El Difuso

De rapaz le pusieron de mote el Difuso. El chaval andaba continuamente disperso, siempre concentrado en cualquier cosa menos en la que estaba ocupado. En la escuela era un desastre y aunque don Eusebio, el maestro, insistía que de inteligencia iba sobrado, sus padres decidieron mandarle a trabajar a la granja de sus tíos. Él estaba encantado, así no tendría que tratar con idiotas, pensaba. Lo peor era la hija de los vecinos; una niñata engreída que, porque tenía una larga cabellera rubia y unos grandes ojos verde jade, se creía superior. La odiaba. Solía encontrarse con ella cuando iban a la iglesia pero, ella ni le miraba.

Una mañana, mientras echaba maíz a las gallinas, se cruzó a su paso un pollito al que no pudo esquivar, con tan mala fortuna que reventó bajo su bota. El animal, mojado en su propia sangre, parecía querer aferrarse a una vida que se le escapaba sin remedio. Asustado y sin saber qué hacer esperó a que el ave muriese. Observaba impasible. En el rostro del Difuso se dibujó una mueca aviesa y, el miedo inicial, dejó paso a la fascinación.

Le habían hablado de una laguna recóndita y poco frecuentada dentro del bosque y un día de intenso calor decidió pasar allí la tarde. Su sorpresa nada más llegar fue mayúscula. Allí estaba ella. La puerca de su vecina, absolutamente desnuda, dejaba que el sol acariciara su hermoso cuerpo. Despacio, sin apenas respirar, se acercó por su espalda y le oprimió fuertemente el cuello hasta que dejó de respirar. Comprobó cómo sus ojos color jade miraban sin vida al infinito. Sintió una punzada de placer. Nunca más volvería a hacerlo. En ese momento fue plenamente consciente de que tomaba la decisión más importante de su vida: jamás volvería a enamorarse.

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