20 diciembre 2013

Mentiras

Aparte del consabido blablablá, mi psicólogo me recomendó hace tiempo hacer ejercicio, así es que todas las mañanas, durante cincuenta minutos, salgo a correr por el parque por prescripción facultativa. Durante el recorrido voy desgranando jirón a jirón retales de mi aciaga vida. Mis relaciones sentimentales, sin ir más lejos, son un auténtico desastre y siempre acaban igual: en abandono. El metomentodo asegura que soy yo quien provoca esas situaciones porque todavía no he superado lo de mi padre. Ese señor desapareció cuando yo apenas tenía cuatro años porque, según mi madre, era un hombre egoísta y sin corazón incapaz de querer a su propia hija. Claro que, esa era una de las versiones, también estaba la de que era un pusilánime y nunca llegaría a ser nada ni nadie. Esa es mi madre; una mujer amargada e intransigente que exprime como nadie su desmedido papel de mártir.

Corro inmersa en mis pensamientos hasta que paso junto al banco bajo el gran sauce llorón donde, como siempre, descansa un hombre junto a su cámara y su maletín, a quien, a fuerza de ver a diario, ya regalo una sonrisa con cierta picardía a la que él responde con una leve inclinación de cabeza, a modo de saludo.

Aunque amenazaba lluvia, algo me decía que hoy no me quedara en casa y saliera a correr. Una ambulancia y un coche patrulla estaban aparcados junto al sauce. Al acercarme he podido ver cómo un policía, buscando algún tipo de identificación, sacaba del maletín un álbum con el título: “Mi niña”. En él se reflejaba, foto a foto, la vida de una mujer. Inmediatamente he reconocido a la protagonista y un escalofrío me ha sacudido. Allí yacía, bajo una manta térmica, el único hombre que, probablemente, me haya querido.


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