26 diciembre 2013

Frenesí

Ahí está, tumbada en la blanca y cálida arena. Cada cierto tiempo cambia de postura reclamando al generoso astro rey que le regale sus tibios abrazos de pura energía. Como siempre, me acurruco junto a ella sin hacer notar mi existencia y ahí me quedo, absorto en su contemplación y compañía. Pero una vez más, todo es fugaz.
Mis pensamientos se disgregan en innumerables ideas, escenarios e imágenes que conforman el gran caos que es mi mente. Intento poner orden pero no consigo más que el efecto contrario, todo vuelve a emborronarse y lo que hace un minuto era una gran verdad, ahora no es más que un sinsentido.
Llego a experimentar distintas y antagónicas emociones en breves espacios de tiempo. En ocasiones creo haber llegado al culmen, a la guinda de la verdad existencial, pero esa apoteosis se desmorona en cuanto otro pensamiento encontrado se intercala e irremediablemente vuelvo a sumergirme en el desconcierto y la confusión y entonces…, regreso a ella.
Está tendida sobre la hierba bajo un colosal manto estrellado desde donde contempla una límpida Vía Láctea que provoca en su piel pequeños destellos níveos. Mi mundo se convierte en un remanso de paz. Me dejo capturar por su serenidad y me mortifico al saber que, pese a ser mi más leal e incondicional compañera, jamás podré sentir el tacto de su piel porque nunca dejará de ser más que una hermosa quimera. Tan irreal como mi cordura.

25 diciembre 2013

Cacería

El depredador escoge a su víctima y la asedia hasta que la confunde, es entonces cuando aprovecha para atacar sin piedad. Atrás deja como un grotesco despojo su botín y, mientras, satisfecho y sin escrúpulos, sigue adelante con su despiadada cacería.
No confiaba en ganar la pieza, pero su tiro fue certero. Si no hubiese estado allí en ese fatídico momento. Si hubiese seguido mi intuición y mi camino, ahora no colgaría como un sórdido trofeo en su arrogante y desmesurado ego. Cometí un error y hoy, abatida y humillada, no puedo hacer más que ver cómo sangra la herida.

20 diciembre 2013

Mentiras

Aparte del consabido blablablá, mi psicólogo me recomendó hace tiempo hacer ejercicio, así es que todas las mañanas, durante cincuenta minutos, salgo a correr por el parque por prescripción facultativa. Durante el recorrido voy desgranando jirón a jirón retales de mi aciaga vida. Mis relaciones sentimentales, sin ir más lejos, son un auténtico desastre y siempre acaban igual: en abandono. El metomentodo asegura que soy yo quien provoca esas situaciones porque todavía no he superado lo de mi padre. Ese señor desapareció cuando yo apenas tenía cuatro años porque, según mi madre, era un hombre egoísta y sin corazón incapaz de querer a su propia hija. Claro que, esa era una de las versiones, también estaba la de que era un pusilánime y nunca llegaría a ser nada ni nadie. Esa es mi madre; una mujer amargada e intransigente que exprime como nadie su desmedido papel de mártir.

Corro inmersa en mis pensamientos hasta que paso junto al banco bajo el gran sauce llorón donde, como siempre, descansa un hombre junto a su cámara y su maletín, a quien, a fuerza de ver a diario, ya regalo una sonrisa con cierta picardía a la que él responde con una leve inclinación de cabeza, a modo de saludo.

Aunque amenazaba lluvia, algo me decía que hoy no me quedara en casa y saliera a correr. Una ambulancia y un coche patrulla estaban aparcados junto al sauce. Al acercarme he podido ver cómo un policía, buscando algún tipo de identificación, sacaba del maletín un álbum con el título: “Mi niña”. En él se reflejaba, foto a foto, la vida de una mujer. Inmediatamente he reconocido a la protagonista y un escalofrío me ha sacudido. Allí yacía, bajo una manta térmica, el único hombre que, probablemente, me haya querido.


10 diciembre 2013

El Difuso

De rapaz le pusieron de mote el Difuso. El chaval andaba continuamente disperso, siempre concentrado en cualquier cosa menos en la que estaba ocupado. En la escuela era un desastre y aunque don Eusebio, el maestro, insistía que de inteligencia iba sobrado, sus padres decidieron mandarle a trabajar a la granja de sus tíos. Él estaba encantado, así no tendría que tratar con idiotas, pensaba. Lo peor era la hija de los vecinos; una niñata engreída que, porque tenía una larga cabellera rubia y unos grandes ojos verde jade, se creía superior. La odiaba. Solía encontrarse con ella cuando iban a la iglesia pero, ella ni le miraba.

Una mañana, mientras echaba maíz a las gallinas, se cruzó a su paso un pollito al que no pudo esquivar, con tan mala fortuna que reventó bajo su bota. El animal, mojado en su propia sangre, parecía querer aferrarse a una vida que se le escapaba sin remedio. Asustado y sin saber qué hacer esperó a que el ave muriese. Observaba impasible. En el rostro del Difuso se dibujó una mueca aviesa y, el miedo inicial, dejó paso a la fascinación.

Le habían hablado de una laguna recóndita y poco frecuentada dentro del bosque y un día de intenso calor decidió pasar allí la tarde. Su sorpresa nada más llegar fue mayúscula. Allí estaba ella. La puerca de su vecina, absolutamente desnuda, dejaba que el sol acariciara su hermoso cuerpo. Despacio, sin apenas respirar, se acercó por su espalda y le oprimió fuertemente el cuello hasta que dejó de respirar. Comprobó cómo sus ojos color jade miraban sin vida al infinito. Sintió una punzada de placer. Nunca más volvería a hacerlo. En ese momento fue plenamente consciente de que tomaba la decisión más importante de su vida: jamás volvería a enamorarse.

03 diciembre 2013

Siniestro capricho

Desde que recibí la carta certificada de la notaría Conrado y asociados no había vuelto a dormir bien. Intuía que algo sombrío estaba a punto de suceder. No me equivocaba. Lucas se reía de mí y me decía con su enrevesado sentido del humor, agudizado con toda seguridad por los años de supervivencia en el hospicio que, quizá, tuviera un tío rico en América que la había espichado.
—¿Qué te había dicho? ¡Qué suerte! No verás un duro de tus padres pero al menos vas a heredar de ese tal Heisenberg —me dice Lucas nada más salir del despacho del notario.
—¿Suerte? ¿A esto le llamas tener suerte? —Le contesto de mala manera echando por tierra su irreflexiva alegría—. Suerte es vivir en la inopia como vives tú. No, amigo, no te equivoques, esto es una atrocidad y ahora mismo vuelvo al despacho para decirle al señor Conrado que renuncio a todo.
Hasta hace unos minutos creía ser de Madrid, de una familia de rancio abolengo y glacial trato de la que hace años decidí ignorar su existencia. Y hoy, quince de febrero de mil novecientos setenta y seis, a mis casi treinta y tres años, descubro que vine al mundo en algún rincón de Cracovia. Que mis verdaderos padres con toda seguridad fueron detenidos, deportados o asesinados por el hombre que se encaprichó de un bebé de diez meses que le miró a los ojos y le sonrió. Un monstruo nazi que en el cuarenta y cinco , tras la caída de Hitler, huyó de Berlín con una niña de dos años, primero a Madrid donde convino su adopción y más tarde a Argentina, donde falleció hace pocas semanas dejando una enorme fortuna y a mí como única heredera en su testamento.