Ahí está, tumbada en la blanca
y cálida arena. Cada cierto tiempo cambia de postura reclamando al generoso
astro rey que le regale sus tibios abrazos de pura energía. Como siempre, me
acurruco junto a ella sin hacer notar mi existencia y ahí me quedo, absorto en
su contemplación y compañía. Pero una vez más, todo es fugaz.
Mis pensamientos se disgregan
en innumerables ideas, escenarios e imágenes que conforman el gran caos que es
mi mente. Intento poner orden pero no consigo más que el efecto contrario, todo
vuelve a emborronarse y lo que hace un minuto era una gran verdad, ahora no es
más que un sinsentido.
Llego a experimentar distintas
y antagónicas emociones en breves espacios de tiempo. En ocasiones creo haber
llegado al culmen, a la guinda de la verdad existencial, pero esa apoteosis se
desmorona en cuanto otro pensamiento encontrado se intercala e
irremediablemente vuelvo a sumergirme en el desconcierto y la confusión y
entonces…, regreso a ella.
Está tendida sobre la hierba bajo un colosal manto
estrellado desde donde contempla una límpida Vía Láctea que provoca en su piel
pequeños destellos níveos. Mi mundo se convierte en un remanso de paz. Me dejo
capturar por su serenidad y me mortifico al saber que, pese a ser mi más leal e
incondicional compañera, jamás podré sentir el tacto de su piel porque nunca
dejará de ser más que una hermosa quimera. Tan irreal como mi cordura.