Tommy está nervioso. No recuerda
haber sentido una sensación igual en su vida. Ni siquiera la vez en que de
regreso de la vaquería a casa, jugando al molinillo con la vieja lechera y por
un fatídico error de cálculo, desparramó por el barro casi la totalidad de la
leche. El capón que recibió de su madre fue poca cosa comparado con lo que le esperaba
a última hora del día cuando regresase su padre del trabajo.
Pese a saber lo que se le venía
encima, o justo por eso, recuerda que las horas siguientes las pasó inquieto
moviéndose de un lado para otro en el minúsculo cuartucho que compartía con sus
dos hermanos y donde su madre le había hecho entrar a zapatillazos castigado.
Hasta que a la noche su padre no
le hizo probar su cinturón, no se le pasó ese nudo en el estómago que tanto le
atenazaba impidiéndole hasta respirar. Los nervios al fin se desvanecieron aflorando
en su lugar un dolor punzante en las nalgas que hizo que los lagrimones resbalasen
sin resistencia por sus mejillas formando churretes hasta la barbilla.
El malestar que siente esta noche
es muy distinto. En pocas horas, mucho antes del alba, su vida cambiará para
siempre. En la penumbra, tendido sobre el camastro, mantiene la mirada fija en
un bulto parduzco semejante al pellejo de un animal que descansa sobre el tosco
baúl de castaño. Jersey de cuello vuelto, peto, chaqueta, calcetines, guantes y
gorra. Todos ellos recompuestos una y otra vez a remiendos. Bajo la banqueta, las
desvencijadas botas, dos tallas más grandes, que deberá calzarse con trapos en
su interior si no quiere ir dejándolas atrás a cada paso. Harapos heredados de
su hermano Alan, dos años mayor que él, que ya no necesitará más tras la
tragedia del pasado invierno.
Fue él el que le habló del frío y
la humedad, del aire irrespirable, de la oscuridad y la claustrofobia. Es su
fantasma y el recuerdo de su rostro ausente y triste, de su mirada sin vida y
su cuerpo siempre entumecido el que le produce ese nerviosismo incontrolable,
ese miedo atroz a despertarse mañana, cuando cumplirá los diez años y, como
todos a esa edad en el condado, tendrá que descender por primera vez a las
entrañas de la tierra a trabajar.