Solo quedaban dos semanas para
que terminaran las vacaciones. Como había suspendido las mates y la lengua,
malgasté muchas horas del verano estudiando y haciendo los ejercicios que hoy
tenía que entregar antes de presentarme a los exámenes de recuperación.
Otros años nos íbamos los tres
hermanos todo el mes de agosto a la aldea de los abuelos pero, esta vez, mis
padres decidieron que era mejor quedarnos en la casita de la sierra, a menos de
cincuenta kilómetros de la ciudad.
Mi padre, que ya había dejado atrás
las vacaciones y había vuelto al trabajo, me despertó muy temprano. Enfurruñado,
me vestí a oscuras, me mojé lo justo la cara para quitarme las legañas y le
esperé derrengado sobre el sofá. Lo único bueno del día era que íbamos a ir a
desayunar churros. Salí cargando a la espalda con la mochila llena de libros y
cuadernos y arrastré los pies hasta el coche.
Cuando llegamos, mi padre aparcó
en nuestra calle sin problema. Mi calle no es muy grande, pero en ella están,
además de mi casa, la cafetería de los churros y el cole. Hacía solo un año que
vivíamos allí. A mi madre no le gustaba el centro y convenció a mi padre para
comprar ese piso en un barrio nuevo donde, decía, viviríamos mucho más
tranquilos. Además, algunos de los edificios de viviendas se construyeron para
militares y sus familias y eso, a mi madre, le daba seguridad.
No subiríamos a casa. Después del
desayuno me dejaría en la puerta del cole e, inmediatamente después de terminar
los exámenes, me tendría que ir directo a casa de la tía Marga hasta que él me
recogiese después del trabajo para irnos de vuelta a la sierra.
—¡Hace demasiado calor! Hoy va a
ser un día duro —dijo mi padre para sí.
El rico olor hizo que las tripas
me rugieran aún más, así que, además de la ración de churros, me pedí tres
porras. Haciendo un gesto con la cabeza dirigido hacia la mochila, mi padre me
preguntó que si lo llevaba todo. Dije que sí antes de tantear y comprobar lo
que había dentro. Al instante tuve que tragarme ese sí. Se me había olvidado
meter el estuche. Me echó una buena regañina mientras rebuscaba en el monedero
y sacaba el dinero para que me fuera, ya mismo, a comprar un bolígrafo a la
papelería de enfrente.
Con las monedas en la mano, salí
de la cafetería en el momento en que el camarero posaba sobre la mesa mi
ansiado desayuno. Mientras cruzaba a zancadas el paso de cebra hacia la
papelería, vi cómo del portal de al lado salía un hombre corpulento y regio. A
medida que me acercaba a él, más rutilaban las estrellas doradas y las medallas
que colgaban de la pechera de su chaqueta. Llegando a su altura, me sobrecogió el rugir de un
motor y, sobre él, varios estallidos semejantes a las tracas de petardos que
vende Avelino, el pipero. La moto con los dos encapuchados pasó a toda
velocidad.
Sentí un fuerte golpe. El pecho
me ardía. A mis pies, como un fardo caqui, yacía desmoronado el militar. El
zumbido que se iba apoderando de mis oídos no pudo acallar el lamento
desgarrador que, en la lejanía y sostenido en el aire, clamaba mi nombre. Las
monedas, libres ya de mi férreo puño, rodaban erráticas por el sucio asfalto
cuando caí desplomado sobre los adoquines que, oportunistas, embebían sedientos
nuestra sangre caliente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario