El alba irrumpe por el este.
Gestado en las entrañas sombrías de la noche, el desasosiego se difumina
enredado entre siluetas perfiladas que lo engullen. Animoso, empuja el disco a
medio insertar en el CD. Turandot, de
Puccini, le apasiona. Baja la ventanilla del coche y una ráfaga de aire cálido
revuelve aún más su enmarañado cabello. Todo va sobre ruedas y se siente
eufórico. Por fin, tras muchas vacilaciones e inseguridades, había hecho acopio
del arrojo necesario para encarar sus sentimientos. Ahora ella era toda suya y
viajaba junto a él.
Escucha ruidos y sonríe complacido. Su princesa ha
despertado. Se enciende otro cigarrillo. El olor dulzón a cloroformo perdura en
su mano. Los golpes y gemidos procedentes del maletero arrecian. Algo
contrariado, pero sin mudar el gesto, sube al máximo el volumen de la música.
… ¡All'alba viiiincerò!
¡Vinceròooo! ¡Vinceeeerò!
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