—¡Corre! —Soltó sin preámbulos,
casi sin aliento.
Me agarró del brazo y tiró de mí
arrastrándome escaleras abajo hasta detenerse en seco bajo el estrecho
ventanuco que daba al huerto.
—¿Lo ves, Eli? Otra vez está ahí,
te digo que ese monstruo esconde algo —dijo apretando con fuerza mi escuálido
brazo.
Odiaba que Vicki me vapulease a
su antojo. Era cuatro años mayor que yo y desde que llegué al orfanato quiso
adoptarme como su hermana pequeña. Y aunque me cuidaba y protegía, también
hacía conmigo lo que le venía en gana. Las hermanas decían que si todavía
seguía dentro era por su conducta reprobable, que las cosas serían muy
distintas si se amansara y, sobre todo, si dejara de inventarse historias
descabelladas.
El monstruo era el guarda del
orfanato. Un hombre tosco y contrahecho al que Vicki hacía tiempo acristianó
como Quasi. Insistía una y otra vez
que las más pequeñas no eran adoptadas, que tanto él como sor Lorenza, la
directora, aprovechaban el amparo de la noche para llevárselas, asesinarlas, y
sepultar sus cuerpos tras el cobertizo del huerto.
—Claro, por eso la coliflor está
tan asquerosa, porque la abonan con los cuerpos de las niñas que matan—dije
socarronamente liberándome de su sujeción con un brusco movimiento.
Las hermanas me explicaron que
Vicki se inventaba esas historias porque quería llamar la atención. Veía con
frustración cómo las demás niñas eran adoptadas y ella no. Pero la realidad era
que nunca veíamos partir a las que se marchaban. «Es mejor así, las despedidas
crean traumas», afirmaban.
Llegó a escaparse muchas veces,
aunque las hermanas o el guarda pronto daban con ella. Salvo en la última
ocasión, que la trajo de vuelta la policía porque consiguió cruzar el bosque y
llegar hasta la carretera. Ese era el verdadero objetivo de sus fugas, me aclaró,
poder contar a la policía lo que pasaba en el orfanato, y pese a que no la
escucharon con demasiado interés, sí husmearon un rato por la casona e hicieron
algunas preguntas.
—Te puedes reír si quieres, pero
escuché a uno de los policías cuchichear al otro algo sobre una red de tráfico
de órganos de niños.
—Ya, y dime, ¿por qué a nosotras
no nos matan y se quedan con nuestras tripas? —pregunté.
—Porque cuando yo llegué era
demasiado mayor y no les servía. Y porque sabían que si tú desaparecías, yo no
iba a dejar de hacer preguntas.
—¡Vete a la porra! —dije dándole
la espalda para subir de nuevo la escalera.
A la mañana siguiente nos
levantamos con la noticia de que Vicki se había vuelto a escapar. Algo extraño
estaba sucediendo porque ella jamás se iría sin decírmelo antes. Pasaban las
horas y el mutismo sobre su paradero me estaba asfixiando. Sabía que era
absurdo y que me estaba dejando llevar por sus tonterías, pero a la hora de la
siesta me levanté sin hacer ruido y me dirigí directamente hacia las escaleras.
De puntillas, asomada al
ventanuco, observé cómo Quasi merodeaba sudoroso junto al cobertizo portando
una vieja pala en una de sus manos. Mi corazón se desbocó impulsando sangre tan
violentamente que sentí cómo las contracciones golpeaban mis oídos.
—¡A su habitación,
inmediatamente! —La voz de sor Lorenza era neutra pero tajante, y su mirada glacial
atravesándome, demoledora.
Esa noche era la primera vez que Vicki
no dormía a mi lado y me sentía vulnerable. Dormitaba unos minutos y me despertaba
sobresaltada buscando anhelante el bulto de su cuerpo en una cama que siempre
se mostraba vacía.
Sumida en un estado de
duermevela, al límite de abandonar y dejar en suspensión todos mis sentidos,
distingo con espanto dos sombras moverse en la penumbra. Una se detiene y
permanece inmóvil bajo el umbral de la puerta, la otra se desplaza con premura directa
hacia mi cama. La silueta, cada vez más próxima, se va perfilando en mi retina
hasta esbozar una figura colosal y contrahecha que me aborda presionando sobre
mi nariz y boca un pañuelo húmedo y hediondo.
«¡Dios mío, Quasi! Vicki tenía…»
Angustioso, te deja la piel erizada, es muy bueno. Bicos.
ResponderEliminarNo había visto tu comentario, bonica. Muchas gracias y muchos besos.
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