Abandonamos precipitadamente el
cementerio nada más enterrar a mamá y sin esperar a recibir las condolencias de
los pocos que allí acudieron. Papá me pidió que entrara en el coche y me
pusiese cómodo, partíamos a un largo viaje. Me despojé feliz de la americana
que tanto me picaba y hasta me desprendí de los zapatos. Tras interminables
horas de mutismo y tedio, el coche se detuvo frente a una destartalada casa en
ruinas.
Papá dijo que le esperara dentro del
coche, ya que no tardaría en volver. Le desobedecí. Entré sigiloso en aquel
lugar fantasmal sin ventanas ni techos y con las paredes ennegrecidas de
hollín. Escuché voces susurrantes y gemidos lastimeros. Me quedé inmóvil sobre
la alfombra de papeles viejos y escombros que tapizaban el suelo y, apoyado en
la tiznada pared, intenté descubrir qué significaba todo aquello y qué
estábamos haciendo allí.
Fue entonces cuando, pese a hablar
entre sollozos, la voz de mi padre sonó rotunda. «Ya está hecho, Isabela, mi
amor. Esa maldita mujer nunca más volverá a amenazarme con quemar vivo a
nuestro hijo, como hizo contigo en esta casa, si me apartaba de su lado. He
cumplido el juramento que te hice. Ahora es toda tuya».
Fotografía: © Arthur
Tress
Tremendo relato. Me ha dejado sin palabras. Insuperable, creo. Un abrazo, artista.
ResponderEliminarMuchas gracias, María José. Un beso enorme.
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