—Qué han pasado, ¿treinta años?
—Treinta y dos —dije de inmediato y
sin pensar.
—Parece que te esté viendo corretear
por todo el pueblo haciendo barrabasadas junto con los demás zagales. ¡Mira que
erais tarambanas toda la chiquillería!
Damián era buena gente, había tenido
sus rencillas con el abuelo por tema de tierras y pastos, pero nunca llegó la
sangre al río y siempre acabó reinando la cordialidad entre vecinos.
—Es una pena. ¡Con lo que te gustaba
venir a pasar los veranos con tus abuelos! Claro que, después de que le
destrozaran la cabeza a la criatura de los Pardinos, y sin dar hasta hoy con el
malnacido que lo hizo, se entiende que no quisieras volver nunca más por estas
tierras.
—¡Ajá!, eso es —mascullé ausente
mirando con añoranza la vieja fachada de piedra tiznada de verdín.
—Hijo, si no es indiscreción, ¿para
qué has vuelto después de tantos años? ¿Por fin te has decidido a vender la
casa de tus abuelos?
No le contesté. De no ser porque él
tenía las llaves de la casa, ni me hubiese acercado a saludar. No estaba ahí de
visita. Y no, no pensaba vender nada, dejaría que el abandono y el tiempo derribaran
hasta la última piedra.
Adentrarme en aquella vieja casa de
pueblo me hizo retroceder a la niñez. Reminiscencias en tropel de días en
pantalón corto tamizados bajo un filtro de color sepia, llenos de calor y luz,
de juegos y risas y de amor. De amor y de odio.
La calidez con la que en el pasado
me acogían esas paredes y sus moradores, había dejado paso a una frialdad
severa acompañando a la destemplanza de la ausencia. Recorrí sus alcobas
encaladas que aún amparaban en su interior los viejos colchones de lana y los cabeceros
de latón, de donde pendían imperturbables los arcaicos interruptores de perilla
de baquelita negra.
—¡Váyase, Damián, en cuanto termine
aquí le dejaré las llaves bajo la piedra del corral para no molestarle! —grité
a todo pulmón para asegurarme de que el viejo me oyera.
Remonté inquieto, como antaño, los deslucidos peldaños de roble que ascendían al lúgubre y siniestro desván.
Estaba exactamente igual a como lo recordaba. Sombrío y en sepulcral silencio.
La humedad que habitaba por toda la casa, allí se hacía más patente. Inmóvil en
el quicio de la puerta, esperé a que mis ojos se adaptasen a la penumbra. Un violento
e inesperado escalofrío me sobresaltó.
Era tan guapa. Y tan estúpida. Si al
menos hubiese leído la carta. Me la devolvió intacta y se fue agarrada del
brazo de Alfonsín, riéndose. Riéndose de mí. Esa misma noche, cuando
supe que se había quedado en cama enferma, aproveché el bullicio de las fiestas
para dejar claro que conmigo no se jugaba.
Ahora podía verlos. Allí permanecían
confinados y mudos. La carta de amor perfumada que ella me devolvió sin leer,
el tirachinas que hizo añicos el ventanal de su habitación y el martillo que el
abuelo creyó extraviar. Secretos ataviados de polvo que el viejo desván sigue custodiando
en silencio, eclipsando durante décadas la verdad sobre la trágica desaparición
de la pequeña y estúpida Lucía.
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