Le oprimía el pecho y a cada nuevo
intento le costaba más respirar. Los lánguidos rayos de sol, que entre las
rendijas de la persiana lograban implantarse tozudos, no bastaban para calmar
sus cada vez más frecuentes estados de ansiedad. Al menos, y a diferencia de lo
que ocurría en los días oscuros y grises, no los agravaba más.
Preferiría no tener que levantarse
de la cama, pero sabía que eso no iba a suceder. Cada mañana, sin excepción, abandonaba
entre quejas e improperios lo que para él se había convertido en un refugio
donde poder descargar todo el tormento y la rabia que sentía sin tener que dar
explicaciones a nadie. Solo deseaba que le dejaran en paz.
Taciturno, se dirigía remolón al
gimnasio. Era el único momento del día en que sus propios lamentos eran
acallados por los numerosos lamentos ajenos. Dicen que el primer día es el peor,
pero para él lo estaban siendo todos. Esas pasarelas le llenaban de angustia y
se negaba a utilizar a “Lokomat” porque lo consideraba una pérdida de tiempo.
Odiaba que le insistieran para todo. Para comer, para reír, para llorar, para
andar, para hablar…
Había llegado su turno y le estaban
esperando. Les hubiese mandado a la mierda pero después de dos semanas sabía
que esa gente no iba a aflojar ni a ceder. Para su desgracia, no eran de los
que tiraban la toalla. Y esa, como las demás veces, su cuerpo acabó desplomándose
sobre el suelo de caucho azul.
No quería seguir allí ni un segundo
más. Ni allí ni en ninguna parte. Huyó descompuesto y sin control por los
pasillos hasta que vio de refilón un fogonazo al que escoltó, breves segundos
después, un fuerte estruendo. Frenó en seco. Las puertas se abrieron al
detectar su presencia y salió al exterior. Olía a tormenta. Le asaltó un sueño que
últimamente se le repetía recalcitrante. Heidi, la niña huérfana de los Alpes,
viajaba feliz y entre risas sobre una esponjosa e impoluta nube. Irónico, teniendo
en cuenta que su realidad era otra bien distinta. Nubarrones, amenazadores y
grises, se habían conjurado contra él. Alzó la cabeza al sentir cómo las
primeras gotas impactaban sobre su cuerpo. La lluvia comenzó a arreciar pero allí
permaneció impasible con los ojos cerrados. El agua se acumuló en sus cuencas
desbordándose por las ya mojadas mejillas, consiguiendo arrastrar y enseñar el
camino a unas lágrimas férreamente contenidas desde que un día aciago, ocho
semanas atrás, un fuerte aguacero provocara el derrape de su moto precipitándole
contra el asfalto y postrándole para siempre en una silla de ruedas.
Estaba llorando. Respiró hondo y sintió
cómo tras sus párpados nacía una luz intensa. Cuando abrió sus ojos, el sol
asomaba entre las nubes triunfante y brillando con fuerza.
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