Estaba enfadado. Peor aún. Estaba
furioso. No iba a consentir que me gritaran más ni que me dijeran lo que sí o
lo que no podía hacer. Estaba harto. Tenía casi doce años y ya era mayorcito
para aguantar tonterías. Adri, mi hermano mayor, tenía once años cuando se
emborrachó bebiéndose, hasta dejar seca, la bota de vino que el abuelo colgaba
en el rudimentario gancho de alambre sujeto a la rama baja del viejo castaño y,
después de tres veranos, todavía todos se echaban a reír como bobos cuando
alguien contaba la historia, pero eso sí, si yo me gastaba en petardos todo el
dinero destinado a comprar el aguardiente que la abuela convertiría en
pacharán, me caía una buena colleja electrizante de las que repartía mi padre
que, bajando por la columna, te sacudía todo el cuerpo.
Con el dolor aún punzante en la nuca
y en mi orgullo, le eché valor y, encarándome a mi madre, le dije que me diera
todo el dinero que había estado ahorrando hasta ese momento y que ella me había
ido guardando. A la pregunta de para qué lo quería, solo recibió cuatro
palabras que le disparé como perdigones: “Me voy de casa”.
Guardé los billetes en el bolsillo
de atrás del pantalón corto. Abroché bien el botón para asegurarme de que no se
caerían y cogí la bicicleta que estaba tirada sobre el estoico arbusto de uvas
de San Juan junto al muro de piedra. La puerta metálica de acceso de los coches
estaba abierta y bajé a toda velocidad la rampa hasta tomar la estrecha
carretera cuyo arcaico asfalto bacheado no impidió que me alejara pedaleando.
Parecían horas las que llevaba
haciendo un esfuerzo sobrehumano luchando contra aquella pendiente. Hasta que
mis escuálidas piernas dijeron basta. La interminable cuesta me venció, y contrariado, tuve que bajarme de la bici. Desde donde estaba no se veía ya ni
rastro del pueblo. No quería por nada del mundo dar la vuelta pero sabía que no
llegaría muy lejos si seguía carretera arriba. Y allí parado, a punto ya de
rendirme y dar marcha atrás, apareció ante mis ojos un agreste y angosto camino
pelado de maleza.
Me fui acercando a él muy despacio,
como hipnotizado, hasta que el ruido de un coche que se aproximaba me obligó a
adentrarme en su interior a la carrera. Conforme iba avanzando, percibía cómo
los ruidos que antes se escuchaban nítidos, se iban poco a poco silenciando.
Para cuando vi las primeras casas, apenas sí se escuchaba el reposado correr
del agua que lo encharcaba todo. Dejé a un lado la bicicleta y, con sumo
cuidado, fui posando mis pies sobre las pocas piedras que no cubría el agua.
Parecían colocadas a propósito por los habitantes de ese puñado de casas para
poder moverse sin empaparse los pies. Sin duda, este debía ser Chaguada, el pueblo abandonado del que
tanto hablaban los mayores.
Pronuncié un hola tan débil que ni
yo pude escuchar. Silencio. Empujé la vieja puerta y su hoja pútrida cubierta
de verdín se abrió deslizándose hasta donde la tierra y la hojarasca acumulada
durante años le permitieron. Estaba oscuro y apestaba a humedad. La claridad
que penetró tras abrir el único ventanuco existente transformó lo que en un principio se me
antojó lóbrego y desapacible, en un espacio fascinante colmado
de tesoros.
Colgado de una gruesa cadena sobre
el hogar, un gran caldero de cobre presidía la estancia. A su alrededor,
pegados a las ennegrecidas paredes de piedra, dos grandes escaños de madera tan
ensombrecida por el fuego como la piedra, delimitaban la cocina. Un vasar
hendido en el muro, un par de sobrias arcas, varias sillas y toda clase de
utensilios como potes, cestos, romanas, candiles y aperos de labranza, hacían
difícil pensar que aquel fuera un lugar abandonado. Una rústica alacena
guardaba sobre sus anaqueles numerosos libros. Estaban encuadernados en piel y
eran muy antiguos. ¡Cómo le iba a gustar todo esto a Inés! Otro día vengo con
mi hermana y entre los dos exploramos el resto de casas. Me voy corriendo a
contárselo, pero antes me tiene que jurar que no le va a decir nada al idiota
de Adri.
¡Mamá!, ¿qué hay de merendar?
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