11 septiembre 2015

Encrucijadas

Estaba enfadado. Peor aún. Estaba furioso. No iba a consentir que me gritaran más ni que me dijeran lo que sí o lo que no podía hacer. Estaba harto. Tenía casi doce años y ya era mayorcito para aguantar tonterías. Adri, mi hermano mayor, tenía once años cuando se emborrachó bebiéndose, hasta dejar seca, la bota de vino que el abuelo colgaba en el rudimentario gancho de alambre sujeto a la rama baja del viejo castaño y, después de tres veranos, todavía todos se echaban a reír como bobos cuando alguien contaba la historia, pero eso sí, si yo me gastaba en petardos todo el dinero destinado a comprar el aguardiente que la abuela convertiría en pacharán, me caía una buena colleja electrizante de las que repartía mi padre que, bajando por la columna, te sacudía todo el cuerpo.
Con el dolor aún punzante en la nuca y en mi orgullo, le eché valor y, encarándome a mi madre, le dije que me diera todo el dinero que había estado ahorrando hasta ese momento y que ella me había ido guardando. A la pregunta de para qué lo quería, solo recibió cuatro palabras que le disparé como perdigones: “Me voy de casa”.
Guardé los billetes en el bolsillo de atrás del pantalón corto. Abroché bien el botón para asegurarme de que no se caerían y cogí la bicicleta que estaba tirada sobre el estoico arbusto de uvas de San Juan junto al muro de piedra. La puerta metálica de acceso de los coches estaba abierta y bajé a toda velocidad la rampa hasta tomar la estrecha carretera cuyo arcaico asfalto bacheado no impidió que me alejara pedaleando.
Parecían horas las que llevaba haciendo un esfuerzo sobrehumano luchando contra aquella pendiente. Hasta que mis escuálidas piernas dijeron basta. La interminable cuesta me venció, y contrariado, tuve que bajarme de la bici. Desde donde estaba no se veía ya ni rastro del pueblo. No quería por nada del mundo dar la vuelta pero sabía que no llegaría muy lejos si seguía carretera arriba. Y allí parado, a punto ya de rendirme y dar marcha atrás, apareció ante mis ojos un agreste y angosto camino pelado de maleza.
Me fui acercando a él muy despacio, como hipnotizado, hasta que el ruido de un coche que se aproximaba me obligó a adentrarme en su interior a la carrera. Conforme iba avanzando, percibía cómo los ruidos que antes se escuchaban nítidos, se iban poco a poco silenciando. Para cuando vi las primeras casas, apenas sí se escuchaba el reposado correr del agua que lo encharcaba todo. Dejé a un lado la bicicleta y, con sumo cuidado, fui posando mis pies sobre las pocas piedras que no cubría el agua. Parecían colocadas a propósito por los habitantes de ese puñado de casas para poder moverse sin empaparse los pies. Sin duda, este debía ser Chaguada, el pueblo abandonado del que tanto hablaban los mayores.
Pronuncié un hola tan débil que ni yo pude escuchar. Silencio. Empujé la vieja puerta y su hoja pútrida cubierta de verdín se abrió deslizándose hasta donde la tierra y la hojarasca acumulada durante años le permitieron. Estaba oscuro y apestaba a humedad. La claridad que penetró tras abrir el único ventanuco existente transformó lo que en un principio se me antojó lóbrego y desapacible, en un espacio fascinante colmado de tesoros.
Colgado de una gruesa cadena sobre el hogar, un gran caldero de cobre presidía la estancia. A su alrededor, pegados a las ennegrecidas paredes de piedra, dos grandes escaños de madera tan ensombrecida por el fuego como la piedra, delimitaban la cocina. Un vasar hendido en el muro, un par de sobrias arcas, varias sillas y toda clase de utensilios como potes, cestos, romanas, candiles y aperos de labranza, hacían difícil pensar que aquel fuera un lugar abandonado. Una rústica alacena guardaba sobre sus anaqueles numerosos libros. Estaban encuadernados en piel y eran muy antiguos. ¡Cómo le iba a gustar todo esto a Inés! Otro día vengo con mi hermana y entre los dos exploramos el resto de casas. Me voy corriendo a contárselo, pero antes me tiene que jurar que no le va a decir nada al idiota de Adri.
¡Mamá!, ¿qué hay de merendar?

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