Desearía que el tiempo se curvara sobre sí mismo para poder
volver atrás. Justo antes de conocerle. Ella entonces era dueña plena de su
propia existencia. Su espíritu ondulaba en un confortable estado de calma
chicha que, debido a un efecto espejo, reflejaba su luz interior haciéndola
resplandecer. Todo parecía tener sentido. Se hallaba fuerte y, aunque no sabía
bien lo que quería, al menos ya sí sabía lo que no. Esa seguridad y aplomo le
proporcionaba irresistibles destellos magnéticos. Disfrutaba de un periodo de autocomplacencia
y despreocupación y, eso, le pasó factura.
La noche que la abordó, la de su cuarenta cumpleaños, ella
brillaba como pocas veces lo había hecho. Junto a su grupo de amigas, salieron
dispuestas a “quemar la noche”. Hasta con una bata de guata hubiera estado bella
pero, ataviada con aquella sugestiva minifalda, regalo de sus amigas, estaba
realmente radiante.
Él, un hombre inseguro y veleidoso, cada mañana se enfunda
en un ropaje de arrogancia y artificio que, a fuerza de acomodarse, se le ajusta
como una segunda epidermis. Embarcado en su largo champán, camuflado al vaivén
inestable de sus aguas turbias, navega buscando estrellas rutilantes como si un
astrolabio imaginario le guiase certero hasta ellas.
Captó su luz. Por un corto espacio de tiempo hizo aumentar
su luminosidad hasta que, como a una supernova, la colapsó ocasionando su debilitamiento
y total extinción. Alteró su esencia originando un agujero negro que desde
entonces solo arrastra hacia sí, desconsuelo y amargura.
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